Teniendo en cuenta la fecha siniestra que se recuerda hoy en Argentina (el golpe militar de 1976) decidí plegarme también al día de la Memoria. Mamá estaba en el Tigre, embarazada, cuando escuchó la noticia por la radio. El primer comunicado. Todos quedaron callados. No estaban realmente sorprendidos: el siglo XX fue pródigo en dictaduras militares en nuestro país. Pero no imaginaban el infierno que venía. Mi familia tuvo suerte y no tuvimos víctimas que lamentar. Recuerdo esa época... el Mundial del '78, la visita del Papa, la guerra de Malvinas y el temor de que los ingleses bombardearan Buenos Aires. Pasé la primera parte de primer grado con el alfabeto y los simulacros de ataques aéreos. Linda mezcla.
En un blog chileno encontré un cuento que habla de esa época (porque Argentina no fue el único país latinoamericano que cayó ante una cruenta dictadura...) con una vuelta de tuerca. El autor, Francisco Ortega, convirtió este mismo cuento en una novela que puede leerse aquí.
El cuento, por otra parte, es el siguiente:
Santa Graciela
La Reina, Santiago de Chile. Nov. 1979
“¿TE DUELE blanquito?” El Gordo me repite una y otra vez la pregunta. Espera que le responda, quiere quebrarme, escuchar mis gritos, que le pida clemencia. Conozco a los de su tipo, trabajé con uno muy parecido, y no voy a darle ese gusto. Está enojado, enfurecido, casi impotente. Siento sus golpes a la altura de mis riñones, sólo una leve molestia, no mayor a una sacudida. Le sonrío. Eso le da más rabia. Vuelve a golpearme, una, dos, tres, cuatro veces.
Sus compañeros lo llaman Gordo, a pesar de que no es el más grueso de los cinco tipos que rodean el catre donde me tienen atado. En otra época me habría esforzado por descubrir el origen del apodo, ahora es lo que menos me importa.
–¿Duele? –claro que duele. Duele mucho, pero no precisamente por los palos y puños que me caen encima, tampoco por los voltios de electricidad que tratan de freír mi carne. Duele, claro que duele, duele por dentro, como ninguno de estos pobres infelices podría entenderlo. Tal vez en un rato más decida hacerles clases al respecto, por ahora prefiero esperar. El Gordo me recuerda al Oso, aunque a su lado, el idiota que trabaja sobre mi cuerpo es apenas un niño de pecho. El Oso, mi viejo compañero, el primero de nosotros que murió. Como al Gordo, al Oso le encantaba jugar con quien se le pusiera por delante, pero tenía más clase, su crueldad no era broma.
El Gordo regaña como un depredador hambriento y tira de las palancas oxidadas que hay en la pared de fondo. El sonido del metal añejo me pudre las venas y los sentidos. Veo chispas, percibo el humo y disfruto como el animal intenta calcinar lo que hace rato ya esta calcinado.
–¿Duele? –insiste. No voy a contestarle. Más corriente, más electricidad, más chispas, más piel chamuscada, más hediondez de esa que no se puede quitar.
Escucho que alguien se acerca. Un sexto personaje. Por el sonido de sus pasos, sé que es alguien joven, de un origen más elegante o al menos más cuidado que los obreros que contemplan mi tortura. Se nota en el modo en que sus botas golpean el piso, no como un simio, sino como un ser humano. O como algo que intenta serlo.
–¿Este es el que agarraron? –lo escucho preguntar. Y pienso que debe ser la única persona con buen aliento en esta casa oscura, llena de milicos y gritos. Uno de los compañeros del Gordo le hace un breve resumen de mi vida. O de lo que conoce de mi vida.
–Sí, mi teniente. Según las fotos, descripciones y el carné del sujeto, el prisionero es Alfredo Carrasco, uno de los conscriptos que estuvo en Santa Graciela.
–El hijo de puta sabe qué pasó en la isla, mi teniente –completó el Gordo–. Es un traidor de mierda.
–¿Y ha dicho algo? –pronunció la voz del superior.
–Nada, mi teniente, pero déjeme quemarlo un poco más. El maricón va a hablar, además aún me quedan cosas con que abrirlo, usted entiende. Si usted quiere, mi teniente, ya empiezo con los metales.
–No, siga con la corriente. Quémelo hasta que hable y trate de que no se desmaye. Apenas diga algo me llaman.
–A su orden, mi teniente –pronuncia el grupo, en un sólo tono.
Apenas los pasos del oficial se van perdiendo por el pasillo, olfateo el tufo anfibio del Gordo, nuevamente sobre mi cara.
–Ya escuchaste, mal nacido –me dice –mi teniente me ordenó que continuará friéndote. Empecemos por las bolas, anda olvidándote de traer críos al mundo –se ríe.
Tonto idiota, como si necesitara de ese inútil pedazo de carne colgante para parir a mis hijos.
…de acuerdo al bando presidencial Nº 2345, ordenado por la Junta Nacional de Gobierno, presidida por el Capitán General Don Augusto Pinochet Ugarte, con fecha enero 17 de 1975, se autoriza el uso de las instalaciones militares de la Isla Santa Graciela, propiedad de la Armada de Chile, para la detención y procesos símiles de presos políticos. Christian Storaker Pozo. Comandante en Jefe Segunda Zona Naval. Intendente Suplente de Concepción.
Regimiento Reforzado Nº 7, Concepción. Mayo 1976
NOS DESPERTARON una hora antes que de costumbre. Mi cabo sonó la diana y ordenó de inmediato: “Carrasco, Medina, Troncoso y Sepúlveda, agarren sus ropas y equipo de campaña y esperen afuera en diez minutos. Ahí se les informarán sus órdenes”.
El quinto mes del segundo año de mi conscripción. Mala época para que te llamara el servicio. Las cosas no andaban bien después de que Allende y sus ladrones se robaran casi el país entero y era el ejército quien debía pagar por los platos rotos. Estábamos al mando ahora, lo que tenía sus cosas buenas y otras no tanto. Debimos hacer algunas cosas desagradables, pero eran órdenes y nuestro deber era acatarlas, además lo hecho se hizo por amor a la patria y como decía mi sargento, estábamos en guerra aunque afuera, en la calle, la gente no quisiera darse cuenta. Hacer y no cuestionar, era la moral del momento. Y lo teníamos claro. Sabíamos de cerca lo que le ocurría a los preguntones. Algunos habían ido a parar precisamente donde nos iban a llevar en un rato más, como Echeverría. Era un buen cabro, pero su hermano la cagó. En sus últimos años de universidad se había involucrado con una manga de upelientos, así que los carabineros lo apresaron una noche, casi a las tres de la mañana, en la casa de su madre. Esto debió haber ocurrido como año y medio después del golpe, cuando no llevábamos ni tres meses en el regimiento. Echeverría estaba desesperado y le prometió a su vieja hablar con algún superior para averiguar donde habían llevado a su hermano. Le dijimos que preguntar era una mala idea, pero en las cosas de familia no hay malas ideas, así que pidió permiso para hablar con mi capitán. Se lo dieron, él estaba contento, nunca más lo volvimos a ver. Nos dijeron que un camión de la marina se lo había llevado a Santa Gabriela.
El Cura y el Oso iban a estar al mando. El Cura era un capitán joven, con cara de intelectual de película antigua de detectives. Su apellido era Carmine, de ascendencia italiana y supuesto pasado nobiliario, pero para nosotros sólo era el Cura. De alguna forma se supo que antes de entrar a la milicia había estudiado para sacerdote, pero algo le sucedió. Algo con suficiente fuerza como para obligarlo a abandonar su decisión y cambiar las sotanas por el uniforme militar. Se decía que mantenía votos de virginidad y que a pesar de su vestimenta y del arma que llevaba al cinto, aún era un cura de verdad. Del Oso sabíamos todavía menos, tanto mejor así. Ni siquiera conocíamos cual era su rango militar, sólo que estaba por encima de conscriptos y soldados rasos y, en este caso, sólo por abajo del Cura. No le gustaba que le hablaran, menos nosotros. Desde el inicio nos advirtieron que cuando el Oso ordenaba, debía de hacerse que él pidiera sin abrir la boca. En el regimiento contaban que en una ocasión le había roto el brazo derecho a un conscripto porque este se había atrevido a saludarlo. El Oso era el gigante de los trabajos sucios, interrogador de prisioneros le decían con una sutiliza que a la distancia sólo puede causar risa. Y era bueno en lo que hacía. El apodo del mamífero plantígrado no tenía nada de gratuito, se lo ganó a punta de golpes, puños y un arsenal de fierros y cables. Contaban que sentía una especial debilidad por las niñas menores de edad, entre más pequeñas mejor. Y como el hombre se había ganado el derecho a tener sus privilegios, las autoridades le habían permitido algunas libertades. La esporádica desaparición de hembritas en la zona de Concepción, en los últimos años, era algo que los jefes habían conseguido mantener fuera del foco de la atención pública.
Nuestras órdenes eran simples. El personal acantonado en el penal de Santa Graciela había perdido sus comunicaciones con el continente desde hacía poco más de una semana. Ni desde acá, ni desde allá había contacto. La Armada envió un pelotón a investigar los hechos, pero tampoco se volvió a saber de ellos. Claro, este último detalle, jamás se nos fue informado. Los jefes sospechaban que pudiera tratarse de un motín o de lo que era aún peor, de una revuelta en la cual los presos se habían tomado el lugar. Por esa razón la Armada le había pedido al Ejército un pelotón de apoyo a la unidad de infantes que partirían en la nueva inspección. Nosotros éramos ese pelotón. Un oficial, su mano derecha, seis soldados y cuatro conscriptos de enlace.
–Los marinos se van a encargar de todo, ustedes van sólo para ayudar y observar, nada de abrir fuego –nos indicó el Cura, tras terminar de darnos las órdenes. De inmediato nos subimos a un camión que nos trasladó hasta la capitanía del puerto en Talcahuano, donde abordamos el lanchón de asalto, junto con el destacamento de infantes navales. Era mi primera operación militar de verdad, también fue la última.
A Santa Graciela le decían Santa Chela. Era (y aún lo es) un pequeño islote del tamaño de seis o siete campos de fútbol. Su forma era similar a la de un hexágono y hacia el Pacífico terminaba en una desordenada continuidad de rocas afiladas. El lugar no era más que un peñón embrionario del continente, ubicado un poco más allá del golfo de Arauco, a unos quince o veinte kilómetros de la costa. En días claros era fácil divisarlo desde los cerros más altos de Concepción, aunque casi siempre aparecía cubierto por niebla. A comienzos del siglo XX se emplazó en el lugar una estación ballenera con capitales conjuntos de Chile y Noruega. Y funcionó como tal hasta 1964, cuando la Armada requirió sus instalaciones paras convertirlas en un centro de entrenamiento de buceo táctico para la infantería naval. En 1970, y para reducir costos, los navales la abandonaron. Así permaneció hasta 1975, cuando, por orden del propio Pinochet, se dispuso que el lugar fuera transformado en un penal de reclusión para prisioneros políticos de ambos sexos. La idea era trasladar a Santa Chela a detenidos, en su mayoría jóvenes universitarios, vinculados a movimientos de izquierda y simpatizantes de la UP, apresados en el área urbana de Concepción y sus alrededores. Se contaban buenas historias de la isla. Decían que los marinos que estaban a cargo la pasaban muy bien con las estudiantes detenidas. “Habrá que verlo”, comentó Medina, cuando alguien recordó el rumor. “Y disfrutarlo”, sumó Troncoso. Yo preferí no abrir la boca y me metí un cigarro a la boca. En la proa del lanchón, el Oso mantenía su vista fija en el mar. Junto a nosotros, los ocho infantes navales con los que nos reunimos en Talcahuano ni siquiera nos miraban. Y atrás, sentado y revisando unos papeles, el Cura sólo se preocupaba que el trabajo se hiciera de la mejor manera. Arancibia, el capitán a cargo del personal de la Armada, ocupaba su sitio junto al piloto de la nave.
SANTA GABRIELA apareció con sus rocas afiladas en medio de la niebla. El mar estaba en calma, así que el desembarco fue relativamente fácil. Tras dar un breve rodeo, el piloto de la embarcación la llevó hasta el muelle, instalado sobre lo que alguna vez habían sido las rampas donde carneaban los cadáveres de las ballenas y otros cetáceos. El Cura ordenó que bajáramos y nos formáramos al final del grupo, tras los soldados rasos del regimiento, que además iban a la espalda de los infantes. El Cura se adelantó al frente, junto al Oso y Arancibia. Le ordenaron al encargado del lanchón que esperara y no se moviera de la nave. Si alguien, aparte de mí, notó que las amarraderas en donde deberían estar atadas otras dos lanchas estaban rotas, no dijo nada.
Los oficiales y el Oso caminaron hasta la puerta del penal, sobre la cual flameaba una roída bandera chilena. El jefe de los navales gritó para que nos abrieran, pero nadie respondió. Volvió a hacerlo y nuevamente no pasó nada. El Cura miró al Oso quien con un par de trancos subió hasta el portón. Lo vimos revisar la cerradura y luego empujar una de las hojas con su hombro derecho. Crujiendo, la entrada a Santa Graciela se abrió.
–El cerrojo está roto, mi capitán –le dijo al Cura.
Nos ordenaron entrar.
No había nadie en la cárcel. El lugar parecía muerto, como una especie de enorme sepulcro colectivo, abandonado desde hacía demasiado tiempo. Mucho más que sólo apenas una semana. Santa Graciela parecía haber cesado sus contactos con personas hacía por lo menos un par de siglos. Nos dividieron en equipos de a cuatro. En el patio, nada. En el comedor, nada. En los dormitorios del personal, nada. En la cocina, ni siquiera platos. Los calabozos comunes, vacíos; las salas de interrogatorios, igual. El Cura ordenó a uno de los soldados que buscara un modo de llamar al exterior.
–Hay un teléfono y una radio en la oficina del comandante, mi capitán –interrumpió uno de mis compañeros. El Cura cambió su orden y nos indicó que fuéramos todos al cuarto de comunicaciones. Lo miré. Era obvio que su mente trataba de buscar una explicación a lo que había ocurrido en la isla.
Ni el teléfono, ni la radio funcionaban.
–Solo estática, mi capitán.
Arancibia le ordenó a uno de sus hombres que regresara a la embarcación e intentara llamar a tierra con los instrumentos del bote. Le pidió a otros dos que lo acompañaran. Me quedé mirando como el trío de marinos corrían hacia el pasillo de salida de la ex ballenera, pensando en que me hubiese gustado ir con ellos.
Nadie en casa. Y aunque nadie lo decía, era obvio que todos los que estábamos allí, parados ante el viejo aparato de radio, nos preguntábamos exactamente lo mismo. ¿Dónde se había ido todo el mundo? Llevábamos dos horas en el lugar y lo único que teníamos eran preguntas sobre preguntas.
–Carrasco –me llamó el Cura
–Si, mi capitán
–Tome a Medina y Troncoso, agarren unas linternas y revisen la barraca del fondo
–A su orden mi capitán
–Y lleven sus armas cargadas y sin seguro.
–Si mi capitán
Miré a mis compañeros y les hice un gesto para que tomaran sus cosas. La barraca era un bodegón emplazado al fondo del edificio principal. Antes de que el gobierno decidiera usar la isla como cárcel, la marina lo utilizaba para guardar pertrechos y municiones. Desde hacía poco más de un año servía para alojar enemigos de la patria, amontonados en colchonetas húmedas.
–Putah –dijo Troncoso –quería ver si lograban comunicarse con el continente. Cura de mierda
–No digai eso, que aquí las paredes tienen oídos –le contesté.
–Eso es lo que me preocupa –añadió Medina –que aquí en verdad las pareces tengan oídos.
–¿Por qué lo dices?
–Vos no eres huevón Carrasco, incluso estuviste en la universidad un año. Te habrás dado cuenta que esto no tiene nada de normal, que aquí hay gato encerrado y uno muy grande. O me van a decir que desde que llegamos no han tenido la impresión que nos están vigilando. Por algo mi capitán nos mandó con las armas listas.
Ni Trocoso ni yo le contestamos.
Medina abrió la puerta de la barraca con un golpe fuerte. Esperamos un rato y luego ingresé yo, con la linterna encendida y apuntando el fusil al frente. Trocoso me siguió con el suyo hacia la retaguardia. Y no había nada. El lugar estaba tan vacío y solitario como el resto de la isla. Le indiqué a los muchachos que guardaran sus armas y usaran sus linternas para revisar bien las esquinas y rincones del lugar.
–Hablen fuerte si encuentran algo –les pedí.
Comencé a inspeccionar los catres amontonados en la pared izquierda. Solo polvo, suciedad y un olor a humedad que a ratos se hacía insoportable. Pensé en las palabras de Medina, era muy cierto aquello de la sensación de estar siendo vigilados.
–¡Vengan! –gritó desde la otra esquina del bodegón Troncoso, como si hubiese descubierto la piedra filosofal. Sujeté la linterna y partí corriendo hacia el sitio donde revisaba mi camarada.
–Miren –nos apuntó Troncoso.
En el piso, sobre el polvo amontonado, se veían seis marcas paralelas, cada una en dos grupos de a tres. Era como si hubiesen arrastrado algo hacia una de las esquinas. Usé la linterna para seguir las huellas, estas se perdían en el vértice formado por dos de las paredes.
–Es como si hubiesen movido un mueble –habló Troncoso,como si me hubiera leído la mente.
–No fue un mueble –añadió Medina–. Yo soy del campo y este es el rastro de algo vivo, algo que se arrastró. Cada canal son marcas de dedos.
–¿Arrastrarse dónde?
–Y yo que sé, Carrasco. Por el modo en que se movió el polvo, quien haya hecho esto, se movió hacia la junta de las paredes, pero allí no hay ni un hoyo ni nada por donde pueda haberse metido.
–¿Y qué fue? ¿Un gato, una persona?
–Es muy grande para ser un gato, mira el tamaño –Medina puso su mano derecha sobre uno de los rastros–. Ven –nos dijo –es del porte de la mano de un hombre, quien lo hizo era grande.
–Un hombre o una mujer adulta –añadió Troncoso.
Me arrodillé para revisar bien las huellas. Acerqué mis dedos a los rastros y traté de imitarlos.
–Pero huevón –soltó Medina –estás borrando las evidencias.
Noté que bajo el polvo, el piso de madera había sido arañado exactamente en la dirección de las huellas.
–No fue una persona –les dije –las personas no tienen garras.
Nos miramos sin pronunciar palabra.
–¡Muchachos! –nos asustó Sepúlveda, apareciendo en la puerta de la barraca.
Giramos al mismo tiempo, apuntándolo con los faros de las linternas.
–Mi capitán me mandó a buscarlos –habló Sepúlveda –vengan, es importante.
Fui el último en salir. Mi cabeza y mis ojos no podían alejarse de la idea de las garras.
Sepúlveda nos condujo por otro pasillo, hacia una escalera que llevaba al segundo piso.
–¿Qué pasó? –preguntó Medina –lograron comunicarse con Concepción.
–Nada, la radio de la lancha está muerta. Los navales dicen que hay interferencia en toda la zona, que por eso no podemos comunicarnos.
–Y qué es lo que pasa, entonces –me adelanté.
–Encontramos a alguien. Y no se la van a creer…
EL ALGUIEN QUE habían encontrado era una mujer joven, de no más de 25 años. Los navales la descubrieron, escondida bajo unas cajas en uno de los subterráneos. Como no habían papeles a la vista, lo más seguro es que se tratara de una estudiante universitaria detenida por conexiones con la izquierda revolucionaria. No había manera de averiguar su identidad o su origen, a menos que ella nos lo dijera. Pero según Sepúlveda, desde que fue capturada no había abierto la boca. Cuando llegamos a la habitación, una oficina al final del pasillo más largo del segundo nivel, el Cura la estaba interrogando.
–Es mejor que nos diga su nombre, señorita –le decía con el más amable de los tonos.
Pero ella ni siquiera lo miraba. Estaba amarrada a una silla, con las piernas abiertas y rodeada por los soldados. Aunque estaba sucia y vestida con harapos, era una chica bonita. Su piel era muy pálida, el cabello claro sin ser rubio y su rostro estaba enmarcado por dos grandes ojos, con la expresión más triste que hubiese visto en mi vida. Noté que alrededor del cuello tenía un enorme rasguño. También me detuve en el modo en que el resto la miraba, como depredadores rodeando un trozo de carne fresca. Era obvio, llevábamos dos años sin contacto femenino y ahora nos tiraban a una muchacha joven, casi como un regalo del cielo. Y al verla allí, amarrada, con las piernas abiertas, forzada a hablar era imposible no evitar la erección. Me fijé que Medina se tocaba a través del bolsillo del pantalón. No era él único.
–Señorita –le repetía el Cura –se lo digo por su bien y el de todos. Si observa la situación, verá que las cosas no están a su favor. Sólo dígame su nombre y qué sabe de lo que ocurrió acá.
Pero ella no abrió la boca.
El Cura miró al Oso. Este se acercó a la mujer y le dio un golpe en la mejilla izquierda que casi le voló la cara. Pero ella sólo se limitó a regresar a su posición inicial, como si nada hubiese pasado.
–Pone la otra mejilla –soltó el Oso –esta huevona es de la izquierda cristiana.
–Señorita –prosiguió el Cura.
No hubo respuesta.
El Oso volvió a golpearla, esta vez tan fuerte que la derribó de la silla. Pero ella nuevamente regresó a su lugar, como si nada hubiese ocurrido. Un hilo de sangre bajó por su labio izquierdo y se deslizó por el escote hacia abajo. Miré a mis compañeros, la excitación los había convertido en lobos hambrientos. Querían más. El Cura volvió a interrogarla y ella volvió a decir nada.
–Continúe usted –autorizó al Oso.
El gigante caminó hasta una mesa próxima, donde había dejado su bolsa militar. Ante la vista de todos la abrió y tomó de su interior un instrumento metálico, en forma de tenazas, con garfios en la punta. Jugó con ellas, abriéndolas y cerrándolas como una tijera y regresó con la prisionera. Usó su mano derecha para obligarla a que lo mirara a los ojos y le dijo:
–Tengo un regalito para las que tienen su punto débil en las tetas.
Y luego, usando su otra mano, le rasgó la parte superior de sus ropas, revelando un par de pechos jóvenes y generosos.
–Estay harto bien, perra –le dijo, acercando los filos del instrumento al pezón del seno derecho.
Sepúlveda se metió la mano dentro del pantalón para masturbarse, uno de los navales también.
–Te gusta –le dijo el Oso, rozándola con el metal
–Espere –lo detuvo el Cura, aquí no. Llévela al cuarto de interrogatorios del piso de abajo. Y vaya con los conscriptos, confío en que sabrá hacerla hablar.
–No sólo hablar, mi capitán –respondió el Oso.
EL OSO le pidió a Troncoso que cerrara la puerta y a mí que encendiera la luz del cuarto. Luego tomó a la muchacha y la puso frente al catre de trabajos. La agarró del pelo y le echó la cabeza hacia atrás.
–Si que nos vanos a divertir, perrita –le dijo.
Ella ni siquiera lo miró a los ojos. Observé a mis compañeros, la calentura se podía cortar. El Oso la agarró del brazo izquierdo y la levantó como si fuera un pedazo de carne. Luego, usando su otra mano, la desnudó por completo.
–Ojala disfruten de la vista –nos dijo. Llevó el cuerpo de la joven hacia el suyo y comenzó a meterle mano por todos lados. Vimos como le apretaba las tetas, como deslizaba su mano hacia el trasero y como usaba sus dedos sucios para escarbar dentro del sexo.
–Estay harto rica –le dijo, saboreando el dedo que había introducido en su vagina–. Veamos por donde comenzamos.
Se metió la mano a un bolsillo y agarró una navaja terminada en punta. Punzó con ella sobre uno de los pezones y empezó a rozarlo, amenazando con cortar. Fue bajando la hoja por el vientre hacia les vellos del pubis y antes de pasar sobre el ombligo dio un corte ligero. La sangre empezó a gotear despacio, deslizándose por las piernas de la prisionera hacia el piso.
–Llénenme un balde con agua fría –nos ordenó.
Sin dejar de mirar el cuerpo desnudo de la señorita, Troncoso se dirigió hasta el lavatorio, empotrado en la pared contraria a la puerta y obedeció las órdenes del Oso. Después, con cuidado, para no tirar nada, le acercó el balde al gigante. Este lo tomó, lo levantó sobre la interrogada y la mojó hasta dejarla estilando.
–Me gustan las mujeres limpias –pronunció. Luego nos miró y soltó la pregunta: –¿Quien quiere empezar?
Nos miramos sin atrevernos a responder.
–Que tienen miedo ahora los maricas. Les estoy regalando a una mujer en pelotas para que hagan lo que quieran con ella y nadie toma la iniciativa. Con razón los upelientos ganaron el 70. A ver… tú –me apuntó–. Ven, quiero ver como te culiai a esta perra.
Sentí que la garganta se me apretaba y que un globo duro se me formaba en la guata.
–Si no es tan difícil mocoso –añadió el Oso–. Bájate los pantalones y métele tu huevada chica en la concha, si querís te la abro con los dedos. Si la perra te está esperando, no cierto mi amor –la miró–. Y agradezca mijita que ando con estos imbéciles pa´que la trabajen, mire que en mi casa tengo un perro grande al que le encantan las zorras mojadas como usted, chucha de su madre.
El Oso volvió a voltear hacia mí y me ordenó que me bajara los pantalones. Obedecí. Y junto con hacerlo, escuché como sus risas crecían hasta convertirse en carcajadas. Los nervios me habían ganado la pelea y me resultaba imposible mantener una erección.
–Chucha –dijo el Oso –nos tocó un impotente. ¿O al señorito le gustan los hombres?
No le contesté. Miré al resto, estaban tan asustados como yo.
–Pendejos, yo les voy a enseñar como se hace. A las perras hay que culiárselas como perras.
Y dicho, la tomó del cabello y con un fuerte tirón dio vueltas su cuerpo, poniéndola de espalda. Luego metió su brazo derecho bajo el vientre de la chica y le levantó el culo.
–Te gusta por atrás, no cierto –le decía –a las putas como tu les encanta así, verdad. Y después de terminar vamos a comenzar con la electricidad. Me vas a recitar la Biblia entera cuando acabe contigo.
El Oso se bajo los pantalones y empezó a tratar de penetrarla, pero por más que trataba no podía, la muchacha no lo dejaba.
–Mierda –bramó–. Así que tenis cerrado el hoyo y no querís abrirlo huevona, vamos a ver si ahora te seguís portando tan mal. ¿Alguien tiene un cigarrillo? –nos preguntó.
–Yo, señor –respondió Medina.
–Pásame uno…
Temblando, mi compañero le pasó uno.
–Prendido, ahuevonado –y tiró el cigarrillo sobre el piso húmedo.
Medina buscó un fósforo, encendió otro y se lo acercó.
–Tome –le dijo.
–¿Te di permiso para hablar, saco de huevas?
Mi compañero bajó la cabeza y retrocedió sin emitir sonido.
–Y ahora pongan atención, pendejos, aprendan –continuó el Oso–. Yo les voy a enseñar como se abre un hoyo. Se agarra un cigarrillo prendido y se pone con cuidado arriba del culo hasta quemarlo. Y listo, la raja se dilata y puedes encular hasta tu papá si te calienta el viejo. Miren como quedó, podría meter una pelota de tenis aquí adentro y aún me quedaría espacio pa´l pico.
El Oso comenzó a penetrarla, gritando como si estuviera poseído.
–Qué es esto que te chorrea –le decía– está sangrando la pobrecita.
Entonces ella empezó a gemir. Primero despacio, luego como si estuviera ronroneando, igual que un gato regalón, pero más grande. Más gemidos y luego risas. Despacio primero, fuerte después. Al principio pensamos que se trataba del Oso, pero luego notamos que era ella la que carcajeaba.
-De que te ríes, zorra, sabía que te iba a gustar…
Ojalá las palabras sirvieran para describir lo que sucedió entonces, pero las cosas se dieron tan rápidas y la memoria es tan volátil que limitar lo visto a unas cuantas frases mal hiladas, resulta imposible. Sobre todo con el miedo, la sorpresa y el horror que gobernaron el instante…
Las piernas de la muchacha se trenzaron, una sobre otra, hasta formar una especie de cola escamosa, como de serpiente. Luego giró su cuerpo de un modo imposible, antinatural, como si no tuviera partes óseas, contra el Oso y lo levantó usando unos brazos largos y desproporcionados, terminados en garras similares a las de un buitre. Y fue ahí cuando vimos su boca, abierta de cuajo y terminada en enormes y afilados colmillos. De un movimiento rápido, clavó sus quijadas en la garganta del gigante y comenzó a desgarrarlo. Uso su otro brazo para cortar el sexo del hombre, que arrancó del cuerpo como si fuera un muñón de carne roja.
Fui el primero que atinó a reaccionar. Tomé mi fusil y comencé a disparar sobre la criatura, pero esta continuó alimentándose de su victima, como si las balas no existieran. Con las garras de su mano derecha rebanó el vientre del Oso y desparramó sus vísceras. Algunas escurrieron hasta el piso, otras se las metió a mordiscos dentro de la boca, masticándolas con una obsenidad que no era de este mundo. Medina, Troncoso y Sepulveda despertaron del miedo y me siguieron en los disparos. El ruido hizo eco en las paredes, rompiendo el espectral silencio de la prisión. De pronto ella liberó a su presa, salto hacia el más oscuro de los rincones y emitiendo el más gutural y aterrador gemido que hubiese escuchado en mi vida se convirtió en una nube de polvo que buscó rápido una rendija por donde escapar. Al desaparecer dejó en el suelo unos rastros idénticos a los que hace un rato habíamos descubierto en la barraca.
–¿Qué está pasando? –oímos gritar al Cura, detrás de la puerta, alertado por el ruido de los disparos –abran la puerta de inmediato.
Con torpeza, Sepulveda corrió la cerradura, las manos le temblaban como si estuvieran hechas de tiras de papel. Nuestro capitán entró, seguido de su colega naval y cuatro soldados. Cuando vieron los restos desparramados del oso y su sangre goteando por toda la habitación, voltearon hacia nosotros con los ojos inyectados. El cañón del arma del oficial de la marina se clavó entre mis ojos, mentiría si dijera que me dio miedo.
–¿Que cresta pasó acá soldados? –preguntó el Cura.
Pero no necesitamos responderle.
Del otro lado del piso escuchamos gritos y más disparos.
–No estamos solos, mi capitán –le dije. El Cura me miró, bajó su arma y partió corriendo hacia el lugar de donde venían los tiros. El capitán Arancibia y los soldados lo siguieron. Medina y Troncoso continuaban petrificados, con los ojos clavados en las tripas del Oso, que caían de la mesa de torturas hacia el piso.
–Agarren sus armas y vamos con mi capitán –les ordené.
Sepúlveda me ayudó a sacudirlos. Teníamos que salir de allí.
Había sido una carnicería. El lugar estaba con la puerta cerrada y entre todos tuvimos que abrirla. Seis comandos navales y dos soldados habían sido descuartizados por garras y dientes. Las cabezas, brazos y torsos aparecían arrancados de cuajo y todo el lugar había sido bañado en sangre. Arancibia no podía creer lo que estaba viendo, el Cura menos. Los últimos diez minutos en la vida de quienes habíamos sido enviados a inspeccionar Santa Graciela no tenían sentido ni lógica. El Cura se volteó hacia mí y me preguntó.
–Carrasco, dígame qué mierda ocurrió en la sala de interrogatorios, detalle por deta…
No alcanzó a finalizar cuando un nuevo disparo y un par de gritos nos hicieron saltar con nuestras armas preparadas. Reconocí las voces. Eran Sepúlveda y Medina, quienes se habían quedado rezagados en el pasillo. Troncoso me miró con la cara de un niño de seis años, muerto de miedo, que necesitaba urgente su mamá. Me fijé que sus esfínteres se habían relajado y una línea de orín manchaba sus pantalones. Era primera vez que veía a un hombre adulto mearse de miedo. Entonces la oscuridad del fondo del pasillo nos arrojó las cabezas de nuestros compañeros. A Sepúlveda le habían arrancado los ojos mientras la espina dorsal de Medina se mantenía aún pegada a su cuello.
El Cura y el capitán de los navales hicieron sonar los seguros de sus armas, advirtiendo que no iban a dudar en abrir fuego. Entonces contemplamos como la oscuridad avanzaba hacia nosotros, tomando de a poco la forma de una maraña de brazos largos y delgados, extremidades todas pegadas a cuerpos rastreros en forma de serpiente y caras que alguna vez habían sido humanas, deformadas a un extremo indescriptible. Ojos negros y desorbitados, arrugas cadavéricas y mandíbulas desencajadas con grandes dientes afilados como dagas. Las abominaciones se arrastraban hambrientas hacia nosotros. El Cura fue el primero en disparar, luego Arancibia, después el resto de nosotros. Las balas zumbaron por el pasillo y se clavaron en la piel de las criaturas sin siquiera abrirlas. Una de ellas, la que venía a la vanguardia, se levantó sobre su cola hasta alzarse a una estatura superior a la de un hombre, extendió sus brazos hacia nosotros y pronunció con una voz chillona y al mismo tiempo anciana:
–Perded toda esperanza.
El resto de las alimañas se enrollaron alrededor suyo, listas a caer sobre nosotros. Una de las criaturas lamía las heridas del cuerpo de un hombre que llevaba en sus brazos. Era lo que quedaba de uno de nuestros amigos, prólogo perverso de lo que nos esperaba.
Y fue ahí cuando el fuego nos salvó. Las balas se habían agotado y las garras ya estaban a centímetros de nuestros cuellos, cuando una antorcha se interpuso en el acecho de los monstruos. Las criaturas retrocedieron despavoridas, emitiendo chillidos repulsivos. Al fondo del pasillo vimos una serie de antorchas encenderse y apartar a las bestias, algunas de las cuales se deslizaron bajo junturas de paredes, reduciendo sus tamaños a niveles imposibles. Otras se convirtieron en polvo y doy mis ojos a que un par tomaron la forma de arañas y salieron rápido del pasillo. Tres hombres, sucios y con barbas nos miraban desde donde, hacía sólo segundos atrás, habían estado las criaturas. Los tres estaban armados con antorchas y palos.
–Por acá –dijo uno de ellos, invitándonos a seguirlo. –El fuego espanta a los parásitos, pero sólo por un rato. Hay que esconderse donde nunca se atreverían a ir.
–¿Dónde? –le preguntó uno de los soldados.
–A la luz del día –le contestó otros de los hombres.
–¿Parásitos? –preguntó el Cura.
–Así los llama el alemán –le respondió el primero.
–¿Qué alemán? –continuó mi capitán.
–Deje las preguntas para después y traiga a sus hombres. O lo que queda de ellos.
Abrimos uno de los portalones y salimos al patio. El aire frío y nublado nos cubrió como un viento de esperanzas. El Cura miró hacia el interior de la casa, tratando de hallar una explicación a lo que había sucedido. A lo que habíamos visto.
–No soportan el sol, es el único refugio que nos queda –explicó uno de los extraños –entenderá que cuando cae la noche, las cosas se vuelven más complicadas.
El capitán Arancibia se adelantó y apuntó con su arma al hombre que nos hablaba.
–Identifíquese civil.
El hombre se rió.
–Ustedes los milicos nunca dejan de ser unos imbéciles. Dispáreme si quiere, ya acaba de ver nuestra situación, estamos tan muertos como todos ustedes.
–Identifíquese… –le repitió.
–Mi nombre es Esteban Maroto –pronunció el hombre–. Profesor de la escuela de ingeniería de la Universidad de Concepción y dirigente del MIR, para servirle –sonrió.
–Usted debería estar en un calabozo –continuó el hombre a cargo de los infantes navales.
–Deja de hablar imbecilidades, Arancibia –le respondió otra voz, que vino desde el fondo del patio–. Y haznos el favor de bajar tu arma.
Un uniformado, con insignias de la armada, apareció acompañado de dos hombres y cuatro mujeres. Uno de los hombres, también llevaba colores navales.
–Capitán Correa –pronunció el Cura, reconociendo a quien se suponía debía estar a cargo del presidio.
–El mismo. Y usted es Carmine, del ejército, me acuerdo de su cara en una reunión hace como un mes en Santiago. Recuerdo que nos contó que había sido cura, entonces sabe de estas cosas, porque no le dice a su compañero que se tranquilice.
El Cura miró al superior de los navales, este bajó el arma.
–Perfecto –continuó el tal Correa. –Como pueden ver nuestra situación es bastante inusual y en los metros cuadrados de esta isla hace rato ya que no hay diferencias políticas. Ni colores, ni buenos, ni malos…
–Usted no tiene la autoridad para… –interrumpió Arancibia.
–¿De qué autoridad me está hablando, mi capitán? Estamos perdidos en medio de la nada, encerrados con algo que no podemos explicar, sin poder decirle a nadie. Y lo que es peor, sin poder salir.
–Tenemos un bote.
El hombre torció una extraña sonrisa, como si por ahora prefiriera evadir el tema.
–Esas cosas, mi capitán, son parásitos y tienen hambre. Todas las noches perdimos a uno de los nuestros. Algunos se convierten en su cena, otros en algo peor.
–¿Algo peor? –preguntó el Cura.
–Cuando no tienen hambre nos cazan para aumentar su manada, creo que sabe bien de lo que les hablo. Sus soldados –nos miró –vieron como la muchacha que usaron de cebo se convirtió en algo muy distinto a una joven hermosa. También lo que le hizo al sujeto grande que venía con ustedes. Pues hasta hace dos días, ella era una asustada estudiante de inglés de 19 años, presa por culpa de su novio. Pero eso no es lo peor. Están desesperados, saben que cada día somos menos y que no pueden vivir de los milicos que envíen desde afuera. Quieren entrar al continente, desatar una carnicería, pero son incapaces de nadar. No pueden cruzar el agua sin ayuda de seres humanos, por eso es complicado regresar, porque si lo hacemos podemos llevar a uno de ellos sin darnos cuenta. Y se reproducen rápido. En una noche, uno se convierte en dos, luego en cuatro y así hasta el infinito. Por eso tuvimos que hundir su bote.
–Que hizo que… –rugió Arancibia, a punto de saltarle encima.
–No se preocupe, mandé a buscar a su piloto–. Troncoso me miró, tenía una expresión de perro moribundo en su cara–. Son parásitos, mi capitán. Pueden infectar a cualquiera de nosotros y usarnos para salir de la isla. Su lanchón era demasiado peligroso, podían usarlo para cruzar el agua.
–Hijo de puta
–Sin insultos, por favor.
El Cura se adelantó a Arancibia
–¿Cómo es eso de que no cruzar el agua? –preguntó.
Otra voz le respondió.
–Porque estas criaturas, como todas las alimañas malignas no pueden pasar con sus propios medios sobre o bajo agua en movimiento. Ni ríos, ni lagos, ni mares.
Un hombre canoso apareció en mitad del patio, llevaba un sombrero de ala ancha, como de vaquero y estaba vestido a la usanza de patrón de fundo. Un par de escopetas aparecían amarradas a su espalda y un juego de cuchillos destellaba de su cinturón. Debía tener unos cincuenta años, sino más. Estaba acompañado de un sujeto alto y fornido, con obvios rasgos mapuches.
–¿Y usted quien es? –le preguntó el Cura.
–Renz Tauscheck, para servirle, capitán….
–Carmine –se presentó el Cura.
–Del norte de Italia, conocí a unos Carmine en Roma hace veinte años, buenas personas. El es Juan, mi capataz –presentó al gigante que lo acompañaba. –Se preguntará quien soy y que hago acá –prosiguió, mientras buscaba un lugar donde sentarse. –Verá, soy el último vástago de una familia alemana que llegó a la zona a fines del siglo XIX. En el velero Victoria, seguramente conocerá la historia.
–No la conozco –el Cura fue cortante. El tal Renz miró al naval.
–Supongo que usted si –le dijo.
–Lo suficiente –Arancibia trató de imitar el tono del Cura, pero no pudo.
–Verá –continuó el recién aparecido –mi familia siempre ha mantenido propiedades y parcelas por acá cerca, alrededor de Coronel, hacia la costa. Campos que más de uno de estos desgraciados –miró a los presentes que llevaban ropas civiles –intentaron quitarme, amparados por el mal nacido de Salvador Allende. A balazos espanté a unos cuantos upelientos –se rió–. Pero como ya le dijo el amigo acá –miró a Correa –lo mejor es que en esta roca olvidada por el tiempo nos olvidemos de nuestras diferencias. Además mucho de lo que está ocurriendo fue por mi culpa. Es que en verdad nadie esperó a que ustedes decidieran convertir esta porquería en una cárcel.
–Se quiere explicar…
–Por supuesto –continuó el viejo –Yo los llamo parásitos, pero supongo que el nombre más común le será más familiar. Vampiros, mi estimado oficial. Claro, como pudo comprobar en persona, son algo distinto a la imagen del noble de acento extraño vestido de capa y traje que nos ha mostrado el cine. Se trata de animales, mi capitán, parásitos que se apropian del cuerpo de un ser vivo y lo transforman en alguna clase extraña de criatura capaz de mimetizarse con el entorno y de permanecer en un estatus de media vida y media muerte. Olvídese de las estacas, las balas de plata y las cruces.
El Cura pareció bajar la mirada.
–Oh, por supuesto –se detuvo el tal Tauscheck –escuché que era cura. Una lástima, de ser ciertas las leyendas nos habría sido muy útil tener a un hombre de fe entre nosotros. Pero vaya olvidándose de la fe, eso de que es capaz de mover montañas se aplicará a los vivos, pero a estas cosas… En fin, como iba contándole, a estas porquerías sólo las mata el sol. El fuego las asusta, pero nada más. Y cuando despiertan no paran hasta depredar ciudades enteras. ¿Ha escuchado las historias de la peste en Europa durante el siglo XVI? Bueno, digamos que fue una buena manera de ocultar y disfrazar lo que en verdad ocurrió. La plaga fue real, pero no la trajeron precisamente las ratas.
El alemán miró el cielo.
–No se imaginan lo rápido que pasan los días acá. Queda poco para que se esconda el sol y ya me estoy preguntando cuantos de nosotros despertarán mañana.
Nos miró a todos, clavándose con especial detención en los que recién habíamos llegado del continente.
–Ustedes están vivos –interrumpido el Cura.
–Le aseguro, mi amigo, que estamos vivos porque ellos quieren que lo estemos. La isla es un inmenso coliseo de gatos y ratones. Y le aseguro que aunque nosotros tengamos las armas, somos los ratones de la justa.
Troncoso se acercó y en silencio me pidió que le explicara. Lo hice callar, quería seguir oyendo la conversación. El Cura miró a todos los que nos rodeaban y le dijo al alemán que aún no le respondía su pregunta, que por qué él era el responsable de lo que estaba ocurriendo. Maroto, el mirista que nos había rescatado en el pasillo, se acercó al tal Reinz y le señaló:
–Tienen derecho a saberlo.
El capitán Correa buscó en su chaqueta algo que fumar. Mientras encendía un cigarrillo flaco y humedecido, preguntó si alguien más quería. Miré al Cura, el afirmó con un movimiento de cabeza.
–Yo, mi capitán –le dije.
–Tome. Y llámeme Correa.
Agarré el cigarrillo y lo prendí con el fósforo que el propio Correa me ofreció.
–Yo también, señor –agregó Troncoso.
El Cura no pudo disimular una sonrisa. Arancibia permanecía frío como una piedra. Me fijé en como temblaba su mano derecha, lista a saltar sobre su revolver ante el menor movimiento.
–Quizás lo que van a escuchar les parecerá increíble –comenzó el alemán –pero confío en que estarán dispuestos a aceptar mis palabras. Ellos, estas criaturas, los parásitos, han existido entre nosotros desde que el mundo es mundo. Desde antes tal vez, nadie lo sabe a ciencia cierta. Y buena parte de su supervivencia se ha debido a que han logrado permanecer ocultos de los que respiramos, refugiándose en las leyendas y mitos, en las creencias y el lado más íntimo del pueblo. A medida que la humanidad fue avanzando, ellos cimentaban más el secreto de su existencia, presentes sólo en las creencias de las clases más bajas. Y supieron sacar provecho de aquello, su fuerza y su poder radicaron en que nadie creía en ellos. Pero a fines del siglo XIX ocurrió algo que los asustó. En Europa empezaron a producirse revoluciones sociales y las clases altas fueron reemplazadas por gobiernos de la calle y los campos. Y este nuevo poder arrastró las leyendas y mitos que les servían de refugio. Con la aristocracia y las clases cultas exterminadas, los malditos se vieron amenazados. La ignorancia del pueblo es conocimiento para exterminar monstruos, así que algunos escaparon del viejo mundo hacia tierras donde lo que llaman injusticia social se encargara de mantener a los creyentes e indigentes a raya. Y donde su presencia no pasara de ser rumores de ignorantes. Así llegaron a América y se desparramaron por el continente, formando colonias en espera del momento más adecuado para salir a la luz. O a la noche, como sería más preciso.
El Cura lo interrumpió.
–Su historia es muy entretenida, pero no soy precisamente una persona ignorante, sino todo lo contrario. Sé que leyendas similares a la que nos ha contado existían también en América. Su propio capataz –miró al gigante –le habrá contado del Pihuchen mapuche o del enperrado, nuestro licántropo patagónico.
–Es una agrado contar con alguien preparado, capitán Carmine –su halago sonó forzado –pero en realidad no sé cómo responderle. Efectivamente es verdad que criaturas similares a las que emigraron de Europa ya existían en nuestras tierras, con sus propias reglas y modos de permanecer ocultos, viviendo de sus presas en los lugares más apartados del campo, las pampas y las islas del sur. Si se me permite suponer, creo que se dio un fenómeno de cruce entre los parásitos externos y los locales para formar una sola comunidad. Por decirlo de una manera simple, el nosferatu húngaro se hizo uno con el cuero mapuche…
–Es un hombre muy informado al respecto, señor… ¿cómo dijo que era su apellido?
–Tauscheck. Renz Tauscheck.
–Eso, señor Tauscheck. Muy informado.
–Digamos, mi estimado capitán, que es una cuestión de familia.
–No lo comprendo.
–Ya comprenderá. Pero primero debemos culminar la primera parte de la historia. Mientras se dio en Chile una tradición de gobierno más bien conservadora, ellos se mantuvieron ocultos, haciendo de las suyas entre las sombras, sin que nadie les pusiera atención. Pero cuando Allende tomó el poder y este pueblo hediondo –volvió a mirar a los civiles –pensó que podía tomar las riendas de la nación ellos se asustaron. Sabían que con el vulgo arriba, las creencias también subían hasta hacerse peligrosamente reales. Y tal como pasó en Europa, su miedo se transformó en desesperación y empezaron a cometer errores, como adentrarse a los pueblos a cazar. Esto con la idea de crecer en número y convertirse en una fuerza considerable en caso de llamar demasiado la atención. Puede parecerle chistoso, mi capitán, pero el verdadero peligro de los gobiernos populares, está en los mitos que el pueblo trae consigo, no en las revoluciones de tres semanas. Sin embargo el perro duró poco en el poder y los militares tomaron el control. Y con ello la elite volvió a donde siempre debió haber estado. Los parásitos calmaron sus acciones y se fueron retirando a su mundo de sombras. Son miedosos, sabe, mucho. A pesar del horror de sus formas, el miedo que nos tienen es mayor del que nosotros podemos sentir por ellos. Con el Golpe, mi amigo, vino la calma. Y no sólo en lo político.
–Y esta isla, entonces
–Oh, como ya le he adelantado, me temo que eso es culpa mía.
–Continúe.
–Ya le conté que los Tauscheck llegamos de Alemania durante la colonización alemana de 1890. Mi abuelo trajo muchos bienes consigo, pero también algunos secretos. Uno de ellos estuvo ocultó en un baúl en el sótano de nuestra casa patronal durante muchos años, con la prohibición de ser abierto. Mi padre me advirtió, porque así lo había hecho su padre con él, que de romperse los cerrojos una maldición sería desatada sobre la familia. No era cuestión de reglas, sino de tradición. Como ya le conté, estas criaturas se asustaron con las revoluciones populares de la UP y lo que mis antepasados ocultaron en la caja despertó, pidiendo ser liberada. Mandé a Juan a enterrar el cofre, pero no conté con la curiosidad de mi hijo. El idiota abrió los cerrojos y lo que salió del interior se apropio de su cuerpo convirtiéndolo en un monstruo no muy diferente de los que acaban de ver. El cofre incluía además una serie de apuntes, con información acerca de estos seres y secretos para controlarlos y contenerlos. Básicamente todo lo que acabo de contarle, estaba en estos papeles. En fin, tras perseguir por meses a lo había sido mi hijo, le tendimos una trampa…
–Que clase de trampa.
–Sienten debilidad por la sangre joven así que usamos un niño de cebo.
–Eso es…
–Tan inmoral como lo que los suyos hacen en cárceles como ésta, mi capitán.
–Y lo apresaron.
–Y encerramos en una caja de madera y metal, similar a la que mi gente trajo de Alemania. Si entonces había resultado, debía de volver a hacerlo. Y así ocurrió. Guardamos al monstruo…
–Por qué no lo mataron.
–Mi estimado capitán Carmine, ¿mataría usted a su propio hijo?
Nadie respondió. Renz Tauscheck pidió un cigarrillo. Correa le acercó la cajetilla. El viejo tomó uno, lo encendió y a medida que iba aspirando fue concluyendo su historia. Según sus palabras, esto había ocurrido a principios de 1973, época compleja por la cantidad de tomas de terrenos. El viejo pensó que dejar la caja en los sótanos de su propiedad podía ser peligroso, así que buscó un lugar seguro, donde las probabilidades de llegada de otras personas fueran iguales a cero. Así llegó al islote de Santa Graciela, con sus instalaciones balleneras y submarinistas abandonadas.
–No podía ser mejor, ellos no pueden cruzar agua en movimiento por sus propios medios y fuera de algunos lobos marinos no había nada vivo en el peñón. Juan me acompañó en un bote. Vinimos un día temprano y ocultamos la caja con mi hijo en uno de los sótanos de las barracas. Luego nos olvidamos. Entonces vinieron los militares y poco tiempo después nos enteramos de que la marina había decido abrir las instalaciones para usarlas como penal para prisioneros políticos. Sólo iba a ser cosa de tiempo que alguien encontrara la caja y decidiera investigar que había dentro. El resto, supongo que es bastante obvio.
–Y por qué volvió a la isla, señor Tauscheck. Por qué no dejó que los parásitos se mataran los unos a los otros hasta morirse de hambre. Usted bien lo ha dicho, sin ayuda no pueden cruzar al continente. Este es un sistema cerrado, si uno cree en las matemáticas, su evolución lógica es la autodestrucción.
–Sólo olvida un detalle en su deducción, capitán Carmine. Se trata de mi hijo.
LA NOCHE NO DEMORÓ en traer los gritos. El alemán, el capitán Correa y el mirista Maroto, que eran los que estaban a cargo del pequeño grupo de supervivientes, nos llevaron hasta una vieja cancha de básquetbol techada, donde habían improvisado una pequeña fortificación con antorchas y sacos de arena. El lugar estaba apartado del resto del edificio con un muro de ladrillos y una puerta gruesa de madera, lo que nos daba una leve ventaja a la hora de permanecer vivos y juntos. El indio Juan dispuso una serie de largas lanzas de madera, que según él, resultaban más efectivas que las balas contra los bichos que merodeaban en las sombras. Se nos pidió que no saliéramos solos y que por nada del mundo nos separáramos del fuego. Que la diferencia entre vivir y pasar a mejor vida estaba en esas rudimentarias teas hechas con bencina y harapos. Una par de mujeres nos dieron agua y pan duro, que era lo único que quedaba para comer. Troncoso estaba nervioso, me preguntaba porque el capitán no nos sacaba de allí, que deberíamos hacer una fogata para enviar señales a la costa, que eso nos habían enseñado en las campañas, que las cosas no tenían sentido. Yo preferí no hablar, para qué, de hacerlo sólo lo habría asustado más.
Uno de los hombres de Maroto apareció corriendo junto a dos marinos de la dotación original de la isla. En su mano derecha traía algo grande, que colgaba como una bolsa de mercado. Las antorchas en alto y los rostros como si acabaran de escapar del mismo infierno. Troncoso continuaba hablando, era su forma de evadirse de todo lo que estaba ocurriendo.
–Porque el Cura no nos saca de aquí –continuaba repitiendo–. Deberíamos volver a Concepción e informar lo que está pasando en la isla. La fuerza aérea podría mandar un par de bombarderos y esto se acabaría.
–No estoy tan seguro.
–De qué estas hablando Carrasco.
–Estamos perdidos, abandonados Troncoso, date cuenta.
Me fijé que los recién llegados hablaban con Maroto y el alemán y que luego, juntos, iban donde el Cura, Correa y Arancibia. Troncoso seguía insistiendo con sus preguntas.
–Algo pasó –le dije–. Ven, sígueme.
Me levanté y fui hasta donde mi capitán. El guardia tiró a los pies del Cura y del jefe de los navales la bolsa que había traído desde el patio. La desenrolló con cuidado.
–Es de los suyos, cierto –comentó el alemán, mientras veíamos rodar sobre el piso la cabeza del piloto de la lancha.
–Se comieron a los muchachos que usted envío a buscar a este tipo. Sólo dejaron ésto –añadió uno de los marinos, mirando a Correa.
Arancibia volteó la mirada, el Cura se persignó y cubrió lo que quedaba del rostro del piloto. Correa se allegó a sus hombres y les preguntó si los parásitos se estaban moviendo.
–Hasta ahora nada, mi capitán. Yo creo que están esperando.
Entonces se escuchó el primer grito. Agudo y desesperado, seguido de otros dos.
–Los guardias de la puerta –exclamó uno de los hombres.
–Y así comienza –pronunció el viejo alemán. El indio Juan saltó hacia su pila de lanzas y tomó una, preparándose para atacar. Miré al Cura, buscando alguna orden en su cara, pero sólo encontré confusión. A su lado, Arancibia se apretaba la cabeza. Uno de los hombres que habíamos escuchado gritar continuaba chillando, como si se lo estuvieran comiendo vivo. Troncoso empezó a rezar un Ave María. El Cura lo miró y no dijo nada. Recordé las palabras de Tauscheck, aquello de que en este sitio la fe no servía de nada.
–Esto se acabó –gritó de la nada el capitán Arancibia y sacó su revolver del cinto, volviéndose contra el alemán y el resto de los supervivientes de la isla.
–Si Carmine y sus milicos no van a hacer nada, yo no pienso quedarme quieto. Malditos traidores de la patria, hijos de puta, no tengo idea como inventaron todo este espectáculo, pero me cansé –miró al capitán Correa –Y usted, no sé como pudo prestarse para este montaje, ha traicionado a la bandera y eso se paga con cárcel…
Correa empezó a reírse. El alemán y Maroto también. El resto miraba con cara de no entender nada. El Cura intentó calmarlo.
–Baje el arma, mi capitán. No saca nada con amenazarlos, están tan asustados como usted.
–Yo no estoy asustado, yo amo a mi país y odio a los que intentaron venderlo a los marxistas leninistas. Que no entiende que de eso se trata, mi capitán Carmine. Esta tropa de mal nacidos y los que asesinaron a nuestros hombres son demonios comunistas. Usted fue cura, conoce de estas cosas, no se dejé engañar por estos malditos.
–Calma –interrumpió el alemán. Troncoso continuaba rezando.
–Usted no me hable, usted es parte de este teatro upeliento.
–Basta Arancibia –gritó Correa.
–Mi capitán Arancibia y la boca le queda donde mismo, vende patria…
–Mi capitán, por favor –trató de razonar el Cura ¬–no nos apresuremos por favor. Ni usted ni yo comprendemos lo que esta ocurriendo, pero debe haber una explicación para todo. Ahora baje el arma, por favor, no nos desesperemos…
Entonces vino el golpe, como de algo muy pesado impactando contra el muro de la cancha de básquetbol. Luego la puerta fue sacada de cuajo, como si se tratara de papel arrugado. Latas, maderas y fierros fueron arrebatadas hacia la noche. El Cura aprovechó la confusión para saltar sobre Arancibia y quitarle el arma, pero este alcanzó a disparar. La bala atravesó el ojo de nuestro capitán, reventando la parte posterior de su cabeza contra Correa y el resto de los supervivientes. Troncoso no fue capaz de terminar su Ave María. Yo ni siquiera podía pensar.
–Madre de Dios –pronunció Arancibia, dándose cuenta de lo que había hecho. Un horror que, sin embargo, a nadie parecía importarle mucho.
El Cura estaba muerto, pero eso no se comparaba con lo que comenzaba a entrar por la puerta de la bodega. La noche trajo los gritos y algo más. Un grupo de hombres y mujeres, completamente desnudos, caminaban hacia nosotros mirándonos con unos ojos negros, sin orbita y sin punto fijo. Ojos que no eran ojos. Todos eran altos y muy delgados, tanto que los huesos de las costillas se dibujaban bajo la piel de sus pechos, revelando unos esqueletos lánguidos que se agitaban bajo la carne como si tuviesen vida propia. Y con ellos vino el olor, un aroma nauseabundo y sucio que se impregnaba por todos lados. Miraba a las criaturas que caminaban hacia nosotros, a los parásitos como los llamaba el alemán. Arancibia, de pie junto al cadáver del Cura los apuntaba con su arma, haciéndole gestos de que retrocedieran, pero a ellos nada parecía importarles, sólo dar un paso tras otro. Troncoso empezó a mearse, otros presentes también. Ellos nos miraban y sonreían, desfigurando sus rostros en una expresión desproporcionada y contra natural.
Arancibia gritó y apretó el gatillo, vaciando su cargador contra la primera de las criaturas. Sólo polvo, como si sacudieran algo cubierto de ceniza. Y empezaron a carcajear, risas que se fundieron con los aullidos del capitán de los navales, al ser tomado por uno de los monstruos, que se descolgó como una víbora desde el techo. Usó su cola de serpiente para enroscarse alrededor del oficial y luego apretó sus anillos. En medio de sus gemidos, escuchamos y vimos como cada uno de los huesos del marino se rompían licuando su cuerpo hasta dejarlo convertido en una masa gelatinosa y deforme que se estremecía en su propio dolor. Otro de los parásitos, uno de los que aún caminaban en su forma humana, se acercó y le arrancó un brazo que comenzó a disfrutar lamiéndolo con una lengua roja y terminada en punta.
Como un niño, Troncoso se dobló en si mismo y empezó a sollozar. Vi como la mierda chorreaba por sus pantalones. Yo apreté mi arma, la antorcha y miré al resto.
–¿Y ahora? –le pregunté al alemán.
–Ahora viene el trato –me respondió, mientras su propia cara se partía en la más abominable de las muecas.
–Nunca pensé que fuera usted el elegido, mis apuestas iban por su capitán…
Retrocedí horrorizado.
–Cómo debe haber escuchado, soldado, esta es una historia de familia.
Y apagó mi antorcha, apretando las llamas con una mano larga y huesuda.
La Reina, Santiago de Chile. Nov. 1979
“¿Te duele?”, vuelve a preguntarme el Gordo, mientras continúa quemándome las bolas. El olor de la carne chamuscada baila alrededor de mi nariz y me trae de golpe al aquí y al ahora. Miro a los hombres que me rodean y recuerdo lo del trato, las palabras del alemán y las risas de las bestias que se enroscaron alrededor mío. Las abominaciones que me bautizaron y me regalaron la oportunidad de salir de la isla. El invitado que se convirtió en barquero, me dijeron mientras los veía jugar con el cuerpo de Troncoso, el último de los míos que dejaron con vida. El que se liberó del pacto porque el miedo lo volvió loco antes de que ellos pudieran ofertar.
–Responde culo rosado. ¿Te duele? –insiste el gordo.
–Duele –le digo, dándole en el gusto. Y el se ríe. Se ríe porque lo que más le gusta en la vida es que alguien se quiebre.
–Viste bonito, con sólo eso bastaba y terminaba la fiesta.
–Duele –repito.
–Si, claro que duele –me dice agarrándome del pelo y apretando con sus manos ásperas una de mis tetillas.
–Duele –continúo.
–Ahora sólo tienes que hablar –continúa él.
–Duele –sigo yo.
–Si, duele –sigue él, pensando en que de seguro ya estoy en la melodía de su canción.
–Hambre –modulo y lo miro a los ojos. El se refleja en mis pupilas sin entender lo que pasa.
–Así que tienes hambre, desgraciado –me dice.
–El hambre duele –le respondo y me largo a reír. Y veo como el gordo retrocede al ver mis nuevos ojos. Y sé que ahora vienen las garras y con ellas la fuerza. Ya no hay nada que me ate, nada que me produzca dolor, sólo el hambre que debe ser saciada. Escucho gritos en las habitaciones próximas y veo a los que me rodean girar asustados. No estoy solo en esta casa, no estoy solo en este mundo. Yo acepté el trato, ahora soy y somos legión.
Vampiros en la dictadura
Written by John Doe on miércoles, 24 de marzo de 2010 at 5:19 p.m.
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