por Guillermo Cabrera Infante (Clarín, 19-6-1997)
Si en 1896 se hubiera pronunciado la palabra Drácula nadie habría entendido. Excepto si usted fuera rumano, idioma en que significa hijo del dragón. Su terminación femenina hizo creer a muchos que Drácula era una mujer. Pero en 1897 se publicó una novela con ese nombre, su autor un imperfecto desconocido, Bram Stoker. Se llamaba en realidad Abraham y adoptó el chiqueo familiar para firmar el libro. Hoy, Bram Stoker es tan conocido como muchos autores de ese siglo (Jane Austen, Charles Dickens, las hermanas Bronte) y es más famoso que Thackeray por ejemplo, quien se colocó en su Vanity Fair a la altura de Dickens. Drácula es, también, la culminación del género, tan inglés, del cuento gótico. Se inició al final del siglo XVIII con El castillo de Otranto, de Horace Walpole, publicada en 1764. Luego siguieron las historias de Mrs. Radcliffe y una obra maestra, El monje de Monk Lewis, y Frankenstein, de Mary Shelley, al que el cine hizo universal en 1931, con Boris Karloff en una emocionante aparición que tenía poco que ver con la novela original. El cine también popularizó en ese mismo año a Drácula. La diferencia entre las otras novelas góticas es que fueron escritas por escritores profesionales. Bram Stoker estaba lejos de serlo.
Un hombre alto y robusto que de niño había sido enclenque, Stoker hizo que su idolatría por el actor sir Henry Irving le consiguiera un puesto de gerente en su compañía. Los ingleses que iban al teatro Lyceum, en el Strand, al salir de la función se encontraban con este hombre taciturno y oscuro pero poco sabían que se hallaban ante un autor que sería conocido mucho más que el actor Irving por haber escrito la mejor y más famosa novela de su género y a su vez creado una de las obras maestras de la literatura inglesa. Como sus pares, Robert Louis Stevenson, que escribió El extraño caso del doctor Jekyll y Mr Hyde, y Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, Stoker no era inglés, era irlandés. Pero, al revés de Stevenson y Conan Doyle, escritores escoceses, no había escrito nada que se semejara siquiera a Drácula.
Para mayor asombro hay que decir que Stoker, que nació y se educó en Dublin para ingresar en la carrera civil, era un burócrata y su primera publicación fue Los deberes de un funcionario de una magistratura menor. (Aquí Drácula, desde Hungría entonces y hoy en Rumania, lanza una carcajada con colmillos.)
Sirviendo de gerente a sir Henry Irving entre su entrada en escena hasta la salida del público, Stoker, el gigante amable como lo llamaban, se encerraba en su despacho encima de la taquilla y después de revisar las cuentas de cuánto se había hecho esa noche, se dedicaba a escribir, tanto que publicó 15 obras de ficción que aparecen ocultas como vampiros a la luz del día. También tuvo tiempo después de cerrado el teatro de compartir con sir Irving, que no sólo fue el primer actor armado caballero, sino que dominó la escena inglesa bajo el reino de Victoria. Decir que dominó es decir bien pues Irving era una personalidad dominante, bueno para controlar una compañía, pero a veces detestable. Se dice que si Drácula tuvo un modelo no fue el vampiro húngaro o el tirano rumano, sino Henry Irving. (Por favor, llámenle sir.)
Pero Stoker (cuyo nombre, de acuerdo con su físico, quiere decir fogonero) era un hombre metódico y hubo método en su locura, una obsesión con el vampiro al llegar a escribir: “El Nosferatu”, otro nombre rumano para el vampiro, "no puede morir”. Stoker no puede morir, más bien no puede morir su historia. No la dejan sus lectores, sus espectadores, sus productores.
Hecha de diarios, cartas, noticias y telegramas (Drácula es notable por hacer uso temprano del telégrafo y la máquina de escribir como vehículos de la trama) es la historia de un vampiro. Es decir, un no-muerto (y la palabra undead es otra invención de Stoker) que para permanecer inmortal debe alimentarse de la sangre fresca de un mortal (preferiblemente una mujer, para evitar intimidades que puedan parecer toqueteos de pederastas victorianos), evadir la cruz, el olor del ajo y los espejos (en los que no se refleja: Drácula tiene todos los defectos pero vanidoso no es. De este lado del espejo la hostia le es hostil y el agua bendita se le hace maldita y un crucifijo bien blandido es un arma enemiga, ya que el vampiro es inmune a las balas, siempre que no sean de plata). Para borrarlo de la faz de su tierra (Drácula siempre viaja en ataúdes llenos de su tierra) hace falta una estaca clavada en el pecho, siempre que se aguce antes y se sorprenda al vampiro durmiendo al mediodía. (Una de las faltas de Drácula es que, al revés de su autor, no hace horas de oficina.)
He aquí la historia inmortal:
Se abre el libro con un diario y es de las grandes novelas la que tiene peor inicio. El diario pertenece a Jonathan Harker, un abogado inglés que va de visita a Transilvania a complacer los antojos de un cliente llamado Drácula, conde húngaro. Harker, que se felicita por estar en contacto con un conde ("I am Dracula”, le dice a su cliente en la película un verdadero húngaro, Bela Lugosi, con un inglés bárbaro entre entonaciones melifluas y guturales) que le ofrece todos los manjares y tres bellezas nocturnas. El conde no come, no bebe y el único contacto sexual que se permite no es vaginal sino yugular. Harker que da atrapado en el castillo mientras Drácula, que lo ha hecho venir de Inglaterra, decide, curiosa conducta, irse solo a Londres. El abogado queda presa de las mercedes vespertinas (una de ellas, por cierto, se llamaba Mercedes) que se dedican al único deporte permitido en Transilvania: chupar cuellos. (Chupones, que hacen a Drácula la gran novela erótica victoriana.) Mientras tanto, el conde llega a Inglaterra, a Whilby, puerto borrascoso, en un barco a cuatro velas con veinticuatro cajas de muertos, estado en que está toda la tripulación del velero llamado Demeter, que como Stoker sabía no se refería a la tenebrosa diosa griega sino a un barco ruso llamado Dimitri.
Prosigue la trama -esta vez contada por Mina Murray, la novia de Harker-, su amiga Lucy Westenra (a punto de convertirse en la primera vampira: triunfo del feminismo inglés), el doctor John Seward y penúltimo pero no último, el doctor van Helsing, vampirólogo mayor, que solía pasar por allí y enseguida reconoce que los dos puntos de sangre en el cuello de Mina son obra del vampiro, que nunca se ha aventurado por estas islas tan lejos de Transilvania, que quiere decir del otro lado del bosque.
Después de varios pugilatos con el conde acudiendo al ojo en flor, la cruz ambulante y clavar la estaca esta vez en Lucy (que se ha dedicado a chupar sangre de bebés, haciéndose además de vampira, pedófila), Drácula se codea con la otra flor, la flor y nata de la sociedad victoriana y se pasea, populista que también es, por todo Piccadilly. Drácula, ya que la reina Victoria no lo armará caballero sino a van Helsing, decide volver a casa temprano y se va a Transilvania, más allá del paso Borgo. Los ingleses y el holandés errado van Helsing lo persiguen hasta su castillo, morada de vileza. Fue allí que Harker, como una visión de la fiebre, vio a Drácula bajar por una pared cabeza abajo, la capa extendida como las alas de un gigantesco murciélago, de esos que se llaman justamente vampiros. Entre Jonathan Harker y van Helsing hacen huir primero y destruyen luego a Drácula, en las palabras finales de Harker: “Era como un milagro; pero ante nuestros mismos ojos y casi como en un suspiro, todo su cuerpo se desmoronó hasta hacerse polvo y desapareció de nuestra vista”.
Pero el vampiro, como los mitos, no muere, solamente se transforma. Ha habido, ahora lo sabemos, incontables versiones de la vida, pasión y muerte de Drácula: en películas, en libros, en el teatro. Si hay algo inmortal en el siglo es el vampiro. Hasta las versiones en dos dimensiones y en blanco y negro se han hecho inmortales. No hay más que ver a Bela Lugosi, que moribundo se le ve en el cine, morfinómano y arruinado, pero inmortalizado y de paso arrastrando consigo hacia una forma de inmortalidad, a su amiso Ed Wood, torturado por el vicio, torturando al inglés: "I am Dracula".
A Bram Stoker, cuya casa cerca del Támesis goza de la inmortalidad de una placa (Stoker, Abraham -1747-1912- 18 St Leonard's Terrace, SW3 - Autor de Drácula), cuando le preguntaban cómo concibió la novela, siempre declaraba: "Fue una pesadilla que tuve después de comer demasiado marisco".
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Cine y teatro
Antes de morir en 1912 Bram Stoker hizo la primera versión de su visión. Drácula había vendido antes de 1900 más de un millón de ejemplares, pero su versión teatral fue un rotundo fracaso. Fue el cine que hizo un terror universal del vampiro alemán con Nosferatu, de 1922, dirigida por F.W. Murnau. La película originalmente se llamaba Drácula, es considerada una obra maestra y servía a la novela tan bien que la viuda le puso pleito a los productores y lo ganó. Nosferatu dio lugar a muchas variaciones del vampiro sin su maldito nombre protegido por las leyes de copyright: Count Alucard, Count Yorga, Barón Latoes, Blácula, etcétera. Su traslado a Broadway tuvo en el rol de Drácula a un desconocido actor húngaro cuya pronunciación del inglés era más oscura que sus intenciones. Se llamaba, se llamará siempre, Bela Lugosi. La Universal compró los derechos y se llevó a Lugosi a Hollywood. La productora quería como vampiro a Lon Chaney, el gran maestro del horror del cine silente. Pero Chaney contrajo cáncer de garganta y, literalmente, quedó mudo. Lugosi tomó su lugar (incluyendo su extraña voz, daba en el cine algo turbador y exótico y peligroso, seductor y cruel). En una palabra, fue el perfecto vampiro.
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