Me guste o no la gran mayoría de libros sobre vampiros son románticos. Los podés encontrar en la zona de descargas.
Alexandra Ivy, Abraza la oscuridad
Elisa Adams - Medianoche
Jacquelyn Frank - Damien
A Despertar de medianoche (Raza de medianoche 3) se agregan:
Lara Adrian, El beso de medianoche (Raza de medianoche 1)
Lara Adrian, El beso carmesí (Raza de medianoche 2)
Lara Adrian, Medianoche en aumento (RM 4)
Lara Adrian, Velo de medianoche (RM 5)
Laurell K. Hamilton - Casa en venta (precuela de la saga Anita Blake)
Patrice Michelle - Serie Vampiros Kendrian:
El sabor de la pasión 1
El sabor de la venganza 2
El sabor del control 3
Susan Sizemore - Ardo por tí (Serie Primes)
Nuevos libros
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Sombras tenebrosas
Según la crítica de Arlequín, " lo que hace Curtis aquí es comprimir los elementos más importantes de las tres primeras temporadas. Toda la galería de personajes bizarros que poblaba la telenovela ha sido directamente podada, y se mantiene la trama central con Barnabas apareciendo en la mansión de los Collins y enredándose con la reencarnación de su viejo amor. Obviamente toda la historia de fondo es esencialmente Drácula disfrazado. En este caso el vagabundo desquiciado del lugar termina por hacer las veces de Renfield, la instituriz es la nueva Mina, y hay un profesor Stokes que hace las veces de Van Helsing. Lo que añade Curtis de su propia factoría es el personaje de la Dra Hoffman, una ambiciosa científica que le ofrece una cura al vampiro pero termina enamorándose de él. Mientras que en la TV esto era más evidente, aquí los sentimientos de Hoffman no son tan claros y, cuando sumo, le sobreviene un ataque de consciencia, lo que sirve para desencadenar los sucesos.
Pero si Curtis hace su parte con creces, el que se roba la escena es Jonathan Frid. Frid era un actor canadiense desconocido hasta la época de la serie, y que lamentablemente no quiso capitalizar todo el suceso de Dark Shadows (decidió volcarse a su vocación teatral). Su Barnabas Collins es una mezcla de monstruo y héroe romántico; si bien como galán no posee belleza, si tiene una carismática presencia que lo hace atractivo. A mi juicio es un intérprete desperdiciado; del mismo modo que pasó con Robert Quarry (el Conde Yorga), Jonathan Frid merecía haber sido probado como figura del cine de horror ya que posee la presencia, la voz y el carisma que requieren dichos papeles. Hubiera podido alzarse a la estatura de un Vincent Price o un Christopher Lee. Lamentablemente su carrera posterior fue bastante opaca.
Es un muy buen filme, más que recomendable. Quizás Curtis se excede un poco de shocks en algún momento que otro, y a veces la trama presenta algún que otro agujero, pero buenos intérpretes y un buen clima de horror aseguran una buena película. Un film que debería aún ser más popular, y no sólo en los círculos de fans."
Fragmento inicial del episodio 211:
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¿Película argentina de vampiros?
Director y guionista del mediometraje de terror.
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vampiros energéticos
Encontré este artículo en la web y aunque me parece cosa de curanderos, lo añado a mi blog... por las dudas...
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Romance paranormal (libros)
Me parece que el negocio es escribir novelas románticas y/o eróticas. Humm Sería cuestión de probar....
Novelas nuevas:
Angela Cameron - Michael: Blood and Sex (en inglés)
Angela Cameron - Jonas: Blood and Sex 2 (en inglés)
Chris Marie Green - Vampire Babylon 2 (en inglés)
Chris Marie Green - Vampire Babylon 3 (en inglés)
Chris Marie Green - Vampire Babylon 4 (en inglés)
Linda Lael Miller - Serie Valerian (cuatro libros en inglés)
Kathy Love - Serie Young Brothers (cuatro libros en inglés)
Dean Cameron - Candace Steele Vampire Killer (en inglés)
Rosemary Laurey - Serie Kiss me Forever (libro 1, en inglés)
Christopher Pike - El último vampiro (español)
Christopher Pike - Sangre negra, el último vampiro 2
Erin McCarthy - High Stakes: Vampiros de Las Vegas
Recuerden que yo no traduzco ni subo los libros. Sólo divulgo los links que encuentro en otras páginas.
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El día que Jane Austen se topó con el mundo zombie
El texto se publicó a principios del 2009, sin demasiadas expectativas. Claro que una vez que la imagen de la tapa del libro empezó a circular por la red se vino el huracán. Para abril, OPZ ya estaba entre los tres lanzamientos más vendidos según la lista que publica The New York Times, y la demanda se disparó en Amazon. El acto de destrozar la solemnidad de los consagrados estaba oficialmente de moda. Meses antes, el sobrino-bisnieto de Bram Stoker, Dacre, se había basado en las notas que dejó su antepasado y –con ayuda de Ian Holt– le había dado forma a Drácula, the Undead (“Drácula, el no muerto”), donde el conde de Transilvania volvía para hacer de las suyas. Ahora el mix de códigos decimonónicos à la Austen y el olfato comercial con toques feministas de Grahame-Smith derivaba en escenas como ésta: “El segundo innombrable era una dama (...) Echó a correr hacia Elizabeth, agitando torpemente en el aire sus dedos como garras. Elizabeth se levantó la falda, prescindiendo de todo recato, y le asestó rápidamente una patada en la cabeza, que estalló en una nube de fragmentos de piel y huesos”.
De Orgullo y prejuicio y zombies ya se anunció un videojuego, una versión en comic y una película protagonizada por Natalie Portman y dirigida por David O. Russell. Eso es plata, así que una multitud de autores y editores se pusieron a ver cómo hacían para subirse a la ola. Lo primero fue hacer una precuela –Dawn of the Dreadful, traducible como “El amanecer de los espantos”– que contaría las contingencias que habían sufrido previamente los personajes de Austen/Grahame-Smith. Mientras, ya estaban en la incubadora engendros como Robin Hood y el Fraile Tuck, los matazombies, La Reina Victoria, cazadora de demonios, Las aventuras de Huckleberry Finn y Zombie Jim y Alicia en el País de los Zombies. La fila seguía. En España se esperaba que héroes como el capitán Alatriste, de Pérez-Reverte, se decidieran a machacar ingleses en estado de putrefacción avanzada; pero fue El Lazarillo de Tormes el que regresó aggiornado como “uno de los mejores cazadores de muertos vivos del Imperio”.
En tanto, Grahame-Smith seguía llenándose los bolsillos y subía la apuesta. Esta vez iba a meterse con la historia. Abraham Lincoln, cazador de vampiros se basa en “diarios secretos” en los que el decimosexto presidente de EE.UU. recuerda cómo juró vengar la muerte de su madre en manos de “los chupasangre”, y cómo descubrió que la verdadera finalidad de los que defendían la esclavitud durante la Guerra de Secesión no era usar a los negros para el trabajo en las plantaciones, sino hincarles el diente y utilizarlos como snacks. En realidad el argumento no era un canto a la originalidad, y sin embargo aterrizó en las librerías en el instante preciso. Ficciones distópicas como La conjura contra América, de Philip Roth (2004), o La carretera, de Cormac McCarty (2006), habían sido exitazos que prepararon el terreno. Fue Quentin Tarantino el que terminó de inclinar la balanza con una obra maestra que también jugaba a fantasear con los hechos históricos, Bastardos sin gloria. Coqueteando con la intertextualidad y citando films tan poco vistos como To be or not to be (Ernst Lubitsch, 1942), el director parecía guiñarles un ojo a los que andaban con ganas de “tunear” lo políticamente correcto. Y no fue sólo Grahame-Smith el que entendió que era hora de ponerles todas las fichas a estas “reinvenciones”. Ni lerdo ni perezoso, el propio Tim Burton anunció que le interesaba llevar al celuloide al Lincoln 2.0, y el estreno se espera para el año que viene.
¿Adónde llegará la invasión pulp? En épocas en que el pop se muerde la cola, es difícil anticiparlo. Acaso ya haya contaminado todo sin que nadie se diera cuenta. Por las dudas, el escritor y patafísico Rafael Cippolini advierte que la peste venía asomándose en el género porno desde hace rato. La distribución de Las Tortugas Pinjas, dirigida por Víctor Maytland en 1990, debería haber servido de advertencia. Porque –como escribe el analista en su blog Cippodromo– “el porno se monta (perdón por la facilidad de esta figura) sobre todo éxito para enseñar las mecánicas ridículas de su desnudez”. Después de todo, ¿qué es más seguro para un editor que imitar al cine de culos y tetas, tomando una pieza reputada y añadiéndole pizcas de mitología contemporánea para atraer nuevos lectores? Ironía hacia los clásicos. Ironía hacia lo antes intocable y hacia lo que causaba miedo. Lo incuestionable no resiste la radiografía de sus propios mecanismos narrativos. Hasta las versiones del pasado que se enseñan en la escuela pueden interpretarse como best sellers, y como tales están ahí, exhibiendo su hermosa yugular, esperando a que llegue la pluma que las infecte y les dé sobrevida. ¿Devorará la fantasía clase B a los cánones estéticos o –lo que es más inquietante– la memoria colectiva? Aquí no queda lugar para arriesgar una respuesta.
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Ligeia
Esta película es tan mala que da hasta vergüenza poner el link para descargarla. Es la segunda versión cinematográfica del famoso cuento vampírico de Edgar Allan Poe. La primera fue en 1964 de la mano del gran exponente del cine B, Roger Corman. "La tumba de Ligeia" tenía como aliciente la actuación de Vincent Price.
La adaptación de 2009, sin embargo, parece no haber tenido ningún guionista y no es más que una continuación de sinsentidos y malos efectos especiales (los relámpagos eran más realistas en la década del '30). ¿Qué hacen buenos actores como Michael Madsen y Eric Roberts ahí? No tengo ni idea... ¿Andarán cortos de dinero?
Lo bueno: la música, la secuencia de títulos, Mackenzie Rosman (ex-nena de Seven Heaven), M. Madsen y E. Roberts (aunque viven poco).
Lo malo: Todo lo demás....
Por momentos la película parece un remedo de la trama de Harry Potter y la historia de Voldemort. En la novela de JK Rowling se cuenta que Lord Voldemort surge de la unión de una bruja pobre descendiente de Slytherin y de un muggle rico llamado T.Riddle que está comprometido para casarse. La bruja conquista a Thomas por medio de un hechizo. Cuando él descubre la verdad la abandona y ella muere en el parto.
Acá es igual. Jonathan, un hombre rico, está comprometido para casarse pero Ligeia, una descendiente pobre de los Romanov, lo embruja para que se vaya con ella. Cuando Jonathan se da cuenta y la deja, Ligeia se mata. Nada que ver con el cuento de Poe.
También plagia a otra película de terror que se llama "La llave maestra" y que, en comparación, parece una genialidad.
Los clichés y los absurdos: almas embotelladas, ajenjo hasta el cansancio (sí, todos vimos la escena entre Drácula y Mina, pero eso era arte...), boliches decadentes con baile del caño y más ajenjo, metáfora explicada en detalle de la víbora y el ratón (para niños de 5 a 9 años), la chica gótica, el casamiento gótico, etc. ¿Qué hace el rector de una universidad en la morgue???? ¿Cómo es que todo el mundo tiene la dirección donde vive Ligeia? ¿Tan fácil es comprar un castillo en Ucrania? ¿Los dueños antiguos no revisaron el laboratorio del sótano con las marcas esotéricas? ¿Las tumbas ucranianas son redondas y parecen salidas de Ringu?
¡Pobre Poe! Hay que tener ganas de destrozar un clásico.
Aquí les copio el cuento en esta maravillosa traducción de J. Cortázar (fanático de los vampiros):
Ligeia
Edgar Allan Poe
Hay un punto muy caro en el cual, sin embargo, mi memoria no falla. Es la persona de Ligeia. Era de alta estatura, un poco delgada y, en sus últimos tiempos, casi descarnada. Sería vano intentar la descripción de su majestad, la tranquila soltura de su porte o la inconcebible ligereza y elasticidad de su paso. Entraba y salía como una sombra. Nunca advertía yo su aparición en mi cerrado gabinete de trabajo de no ser por la amada música de su voz dulce, profunda, cuando posaba su mano marmórea sobre mi hombro. Ninguna mujer igualó la belleza de su rostro. Era el esplendor de un sueño de opio, una visión aérea y arrebatadora, más extrañamente divina que las fantasías que revoloteaban en las almas adormecidas de las hijas de Delos. Sin embargo, sus facciones no tenían esa regularidad que falsamente nos han enseñado a adorar en las obras clásicas del paganismo. "No hay belleza exquisita -dice Bacon, Verulam, refiriéndose con justeza a todas las formas y géneros de la hermosura- sin algo de extraño en las proporciones." No obstante, aunque yo veía que las facciones de Ligeia no eran de una regularidad clásica, aunque sentía que su hermosura era, en verdad, "exquisita" y percibía mucho de "extraño" en ella, en vano intenté descubrir la irregularidad y rastrear el origen de mi percepción de lo "extraño". Examiné el contorno de su frente alta, pálida: era impecable -¡qué fría en verdad esta palabra aplicada a una majestad tan divina!- por la piel, que rivalizaba con el marfil más puro, por la imponente amplitud y la calma, la noble prominencia de las regiones superciliares; y luego los cabellos, como ala de cuervo, lustrosos, exuberantes y naturalmente rizados, que demostraban toda la fuerza del epíteto homérico: "cabellera de jacinto". Miraba el delicado diseño de la nariz y sólo en los graciosos medallones de los hebreos he visto una perfección semejante. Tenía la misma superficie plena y suave, la misma tendencia casi imperceptible a ser aguileña, las mismas aletas armoniosamente curvas, que revelaban un espíritu libre. Contemplaba la dulce boca. Allí estaba en verdad el triunfo de todas las cosas celestiales: la magnífica sinuosidad del breve labio superior, la suave, voluptuosa calma del inferior, los hoyuelos juguetones y el color expresivo; los dientes, que reflejaban con un brillo casi sorprendente los rayos de la luz bendita que caían sobre ellos en la más serena y plácida y, sin embargo, radiante, triunfal de todas las sonrisas. Analizaba la forma del mentón y también aquí encontraba la noble amplitud, la suavidad y la majestad, la plenitud y la espiritualidad de los griegos, el contorno que el dios Apolo reveló tan sólo en sueños a Cleomenes, el hijo del ateniense. Y entonces me asomaba a los grandes ojos de Ligeia. Para los ojos no tenemos modelos en la remota antigüedad. Quizá fuera, también, que en los de mi amada yacía el secreto al cual alude Verulam. Eran, creo, más grandes que los ojos comunes de nuestra raza, más que los de las gacelas de la tribu del valle de Nourjahad. Pero sólo por instantes -en los momentos de intensa excitación- se hacía más notable esta peculiaridad de Ligeia. Y en tales ocasiones su belleza -quizá la veía así mi imaginación ferviente- era la de los seres que están por encima o fuera de la tierra, la belleza de la fabulosa hurí de los turcos. Los ojos eran del negro más brillante, velados por oscuras y largas pestañas. Las cejas, de diseño levemente irregular, eran del mismo color. Sin embargo, lo "extraño" que encontraba en sus ojos era independiente de su forma, del color, del brillo, y debía atribuirse, al cabo, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido tras cuya vasta latitud de simple sonido se atrinchera nuestra ignorancia de lo espiritual! La expresión de los ojos de Ligeia... ¡Cuántas horas medité sobre ella! ¡Cuántas noches de verano luché por sondearla! ¿Qué era aquello, más profundo que el pozo de Demócrito, que yacía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Me poseía la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Llegaron a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y yo era para ellas el más fervoroso de los astrólogos. No hay, entre las muchas anomalías incomprensibles de la ciencia psicológica, punto más atrayente, más excitante que el hecho -nunca, creo, mencionado por las escuelas- de que en nuestros intentos por traer a la memoria algo largo tiempo olvidado, con frecuencia llegamos a encontrarnos al borde mismo del recuerdo, sin poder, al fin, asirlo. Y así cuántas veces, en mi intenso examen de los ojos de Ligeia, sentí que me acercaba al conocimiento cabal de su expresión, me acercaba, aún no era mío, y al fin desaparecía por completo. Y (¡extraño, ah, el más extraño de los misterios!) encontraba en los objetos más comunes del universo un círculo de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del periodo en que la belleza de Ligeia penetró en mi espíritu, donde moraba como en un altar, yo extraía de muchos objetos del mundo material un sentimiento semejante al que provocaban, dentro de mí, sus grandes y luminosas pupilas. Pero no por ello puedo definir mejor ese sentimiento, ni analizarlo, ni siquiera percibirlo con calma. Lo he reconocido a veces, repito, en una viña, que crecía rápidamente, en la contemplación de una falena, de una mariposa, de una crisálida, de un veloz curso de agua. Lo he sentido en el océano, en la caída de un meteoro. Lo he sentido en la mirada de gentes muy viejas. Y hay una o dos estrellas en el cielo (especialmente una, de sexta magnitud, doble y cambiante, que puede verse cerca de la gran estrella de Lira) que, miradas con el telescopio, me han inspirado el mismo sentimiento. Me ha colmado al escuchar ciertos sones de instrumentos de cuerda, y no pocas veces al leer pasajes de determinados libros. Entre innumerables ejemplos, recuerdo bien algo de un volumen de Joseph Glanvill que (quizá simplemente por lo insólito, ¿quién sabe?) nunca ha dejado de inspirarme ese sentimiento: "Y allí dentro está la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad". Los años transcurridos y las reflexiones consiguientes me han permitido rastrear cierta remota conexión entre este pasaje del moralista inglés y un aspecto del carácter de Ligeia. La intensidad de pensamiento, de acción, de palabra, era posiblemente en ella un resultado, o por lo menos un índice, de esa gigantesca voluntad que durante nuestras largas relaciones no dejó de dar otras pruebas más numerosas y evidentes de su existencia. De todas las mujeres que jamás he conocido, la exteriormente tranquila, la siempre plácida Ligeia, era presa con más violencia que nadie de los tumultuosos buitres de la dura pasión. Y no podía yo medir esa pasión como no fuese por el milagroso dilatarse de los ojos que me deleitaban y aterraban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, la modulación, la claridad y la placidez de su voz tan profunda, y por la salvaje energía (doblemente efectiva por contraste con su manera de pronunciarlas) con que profería habitualmente sus extrañas palabras. He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, como nunca lo hallé en una mujer. Su conocimiento de las lenguas clásicas era profundo, y, en la medida de mis nociones sobre los modernos dialectos de Europa, nunca la descubrí en falta. A decir verdad, en cualquier tema de la alabada erudición académica, admirada simplemente por abstrusa, ¿descubrí alguna vez a Ligeia en falta? ¡De qué modo singular y penetrante este punto de la naturaleza de mi esposa atrajo, tan sólo en el último periodo, mi atención! Dije que sus conocimientos eran tales que jamás los hallé en otra mujer, pero, ¿dónde está el hombre que ha cruzado, y con éxito, toda la amplia extensión de las ciencias morales, físicas y metafísicas? No vi entonces lo que ahora advierto claramente: que las adquisiciones de Ligeia eran gigantescas, eran asombrosas; sin embargo, tenía suficiente conciencia de su infinita superioridad para someterme con infantil confianza a su guía en el caótico mundo de la investigación metafísica, a la cual me entregué activamente durante los primeros años de nuestro matrimonio. ¡Con qué amplio sentimiento de triunfo, con qué vivo deleite, con qué etérea esperanza sentía yo -cuando ella se entregaba conmigo a estudios poco frecuentes, poco conocidos- esa deliciosa perspectiva que se agrandaba en lenta gradación ante mí, por cuya larga y magnífica senda no hollada podía al fin alcanzar la meta de una sabiduría demasiado premiosa, demasiado divina para no ser prohibida! ¡Así, con qué punzante dolor habré visto, después de algunos años, emprender vuelo a mis bien fundadas esperanzas y desaparecer! Sin Ligeia era yo un niño a tientas en la oscuridad. Sólo su presencia, sus lecturas, podían arrojar vívida luz sobre los muchos misterios del trascendentalismo en los cuales vivíamos inmersos. Privadas del radiante brillo de sus ojos, esas páginas, leves y doradas, tornáronse más opacas que el plomo saturnino. Y aquellos ojos brillaron cada vez con menos frecuencia sobre las páginas que yo escrutaba. Ligeia cayó enferma. Los extraños ojos brillaron con un fulgor demasiado, demasiado magnífico; los pálidos dedos adquirieron la transparencia cerúlea de la tumba y las venas azules de su alta frente latieron impetuosamente en las alternativas de la más ligera emoción. Vi que iba a morir y luché desesperadamente en espíritu con el torvo Azrael. Y las luchas de la apasionada esposa eran, para mi asombro, aún más enérgicas que las mías. Muchos rasgos de su adusto carácter me habían convencido de que para ella la muerte llegaría sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar una idea de la fiera resistencia que opuso a la Sombra. Gemí de angustia ante el lamentable espectáculo. Yo hubiera querido calmar, hubiera querido razonar; pero en la intensidad de su salvaje deseo de vivir, vivir, sólo vivir, el consuelo y la razón eran el colmo de la locura. Sin embargo, hasta el último momento, en las convulsiones más violentas de su espíritu indómito, no se conmovió la placidez exterior de su actitud. Su voz se tornó más suave; más profunda, pero yo no quería demorarme en el extraño significado de las palabras pronunciadas con calma. Mi mente vacilaba al escuchar fascinada una melodía sobrehumana, conjeturas y aspiraciones que la humanidad no había conocido hasta entonces. De su amor no podía dudar, y me era fácil comprender que, en un pecho como el suyo, el amor no reinaba como una pasión ordinaria. Pero sólo en la muerte medí toda la fuerza de su afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mí los excesos de un corazón cuya devoción más que apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo había merecido yo la bendición de semejantes confesiones? ¿Cómo había merecido la condena de que mi amada me fuese arrebatada en el momento en que me las hacía? Pero no puedo soportar el extenderme sobre este punto. Sólo diré que en el abandono más que femenino de Ligeia al amor, ay, inmerecido, otorgado sin ser yo digno, reconocí el principio de su ansioso, de su ardiente deseo de vida, esa vida que huía ahora tan velozmente. Soy incapaz de describir, no tengo palabras para expresar esa ansia salvaje, esa anhelante vehemencia de vivir, sólo vivir. La medianoche en que murió me llamó perentoriamente a su lado, pidiéndome que repitiera ciertos versos que había compuesto pocos días antes. La obedecí. Helos aquí:
FIN |
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