Tres artículos publicados entre diciembre de 1992 y enero de 1993 en El amante en ocasión del estreno de la película de Francis Ford Coppola.
1) Después de muerto, nena, vos me vendrás a visitar por Gustavo Noriega
El tipo se acuesta todos los días a las seis de la mañana. Cuando se pone el sol, se levanta y sale en busca de mujeres. No se le conoce trabajo.
No, no es una descripción de mi sobrino Sergio. Estoy hablando de un personaje construido por la realidad, la leyenda, la novela, «el teatro y ni cine. Inmortal en la ficción e inmortal en la realidad: Drácula.
Drácula de veras. Siglo XV, en lo que hoy es Rumania. En 1431 nace quien sería conocido como Vlad Dracula, el Empalador. El nombre Drácula proviene de la orden del dragón —dracul— que le había sido asignada a su padre. Drácula vendría a significar “el hijo de quien tiene la Orden del Dragón”, pero también “el hijo de Satán”. El sobrenombre “Empalador” era porque a sus víctimas, con un gigantesco palo redondeado en la punta... bueno, las empalaba.
El vovoide Drácula (vovoide es un título de nobleza rumano) vivió hasta los 13 años en Transilvania (“la tierra detrás de los bosques”) pero, lungo de una de las innumerables invasiones turcas, fue retenido como rehén sin que su padre se preocupara demasiado por su suerte. Estuvo preso durante cuatro años, pero luego gobernó el Sur de Rumania peleando contra sus antiguos captores, los turcos, durante seis. En ese período mató —según consignan algunas crónicas— cien mil personas, un quinto de la población total de la zona. Según algunas historias, gustaba de comer rodeado de cadáveres y moribundos. Mojaba el pan en la sangre de los cuerpos y se lo comía. Gulp.
Drácula en la novela. El personaje que uno tiene en mente cuando habla del conde Drácula no es exactamente igual al de la creación literaria de Bram Stoker. El condenado conde aparece en la novela —de unas quinientas páginas— en la página 28 y prácticamente desaparece en la 72. El resto del libro —compuesto un poco caóticamente por noticias de periódicos y diarios personales— no cuenta casi con su presencia pero sí con la siniestra consecuencia de sus actos. El resultado es altamente desparejo y, en algún lado impreciso —e innegable por su permanencia en el tiempo—, genial.
No es extraño que la parte del libro donde figura el conde sea la más interesante. Su fuerte presencia se extraña en los largos párrafos del Dr. Van Ilelsing, un médico holandés con tantas virtudes que aburre (la presentación lo indica como “filósofo y metaíísico y uno de los científicos más avanzados do su tiempo; posee un entendimiento, una mentalidad absolutamente abierta. Está unida a unos nervios de acero, un temperamento frío, una indomable resolución, un autodominio y una tolerancia que elevan la virtud a la categoría de bendición, y al corazón más bondadoso que existe...”).
El conde —diferente del estereotipo creado por Bela Lugosi— es mostrado por el agente de bienes raíces Harker como “un hombre alto y viejo, de cara afeitada, aunque con un gran
bigote blanco, y vestido de negro de pies a cabeza, sin una sola nota de color en él”. Más tarde Harker descubriría que el anciano conde portaba pelos en la palma de la mano y sufría de un pestilente aliento, características sospechosas que lo asocian más con la adolescencia que con la senectud.
El otro gran protagonista de la novela de Stoker es el sexo. La presencia de las tres ninfas demoníacas en el castillo y las persecuciones del conde al cuello de Lucy Westenra, el intercambio de fluidos constante (por mordeduras en el caso del conde y por transfusiones en el de la banda de Van Helsing) sugieren una gigantesca orgía, un ménage á la n, que la palabrería del metafísico holandés no puede disimular. El sexo, incapaz en la era victoriana de ser presentado en el living de la casa, entra por la ventana de la alcoba con las alas correosas de un murciélago.
Stoker tomó prestadas, además del nombre del legendario vovoide del siglo XV, las tradiciones folklóricas rumanas.
De allí vienen las referencias a los poderes del ajo, a la no reflexión de los vampiros en los espejos, al temor de éstos a la cruz, al agua bendita y al efecto reparador de las estacas. En este sentido hay en la novela una interesante ambigüedad. En la página 327, y con su inglés tortuoso, Van Helsing explica: “La rama de rosal silvestre sobre su ataúd le impide salir de él; y si estando descansando en su ataúd se le dispara una bala bendecida, ésta le mata, convirtiéndole en verdadero muerto; en cuanto a la estaca, sabemos ya que le devuelve la paz, y cortarle la cabeza, el descanso” (en el original: “and as for the stake through him, we know already of its peace; or the cut-off head that giveth rest”). El cuerpo de Lucy es atravesado por la estaca para la liberación de su alma, pero al llegar al final de novela sucede algo curioso. Leamos el relato de la muerte de Drácula por Mina Harker en la página 509: “Dejé escapar un grito al ver cómo el golpe le cortaba el cuello; al mismo tiempo, el cuchillo del señor Morris le atravesó el corazón. Fue un milagro: ante nuestros ojos, y casi en lo que se tarda en aspirar, el cuerpo entero se desintegró y desapareció por completo”. ¿Cuchillo? ¿Y la famosa estaca, para qué? ¿Bastaba el decapitamiento del nosferatu para su eliminación? ¿Si así es, de qué sirvió el cuchillo después? Un autor ideó sobre esta incongruencia una interesante novelita en la cual —además de postular que Drácula existe y sobrevivió gracias a la impericia de los estacadores— relaciona al antiguo empalador y los símbolos folklóricos con Satán: se trata deBlood oftlie Impaler de Jeffrey Sackett.
Drácula en el cine. Luego de un rodeo por el cine alemán y de un paso intermedio muy exitoso por el teatro, Drácula llegó a Hollywood en 1930. La historia comenzaría un largo recorrido de adaptaciones habitualmente insatisfactorias. La necesidad de reducir la cantidad de personajes —la novela presenta una verdadera turba deseosa, como el vampiro, de alcanzar el cuello y otras partes de la anatomía do la coqueta Lucy Westenra— originaron una verdadera ensalada de nombres. En estos vaivenes, Mina sería Lucy, Harker y Renfield se fundirían en uno, los apellidos de Mina oscilarían entre el original Murray, el de casada Harker, Seward (como la hija del director del nosocomio) y hasta Van Helsing (hija del enemigo del conde). La versión de 1930, dirigida por Tod Browning, mantenía defectos de la novela (es muy superior la parte del castillo del conde) y arrastraba molestias nuevas en la segunda parte, heredera en sus vicios de la obra de teatro, más que de la novela. Si la versión Lugosi inauguraba el modelo del conde prolijo de modales afectados y peinado achatado, la modelada por la compañía inglesa Hammer (Horror ofDracula, Terence Fisher, 1958), con Christopher Lee como el conde, traía como novedades el color (en especial el rojo de la sangre) y el sexo (en especial los escotes de las futuras víctimas). Los defectos seguían siendo parecidos y la confusión, creciente. Harker llega al castillo y a la menor sospecha se levanta en la mitad de la noche con una estaca en la mano, como si antes de llegar a Transilvania hubiera visto la película de Lugosi y supiera todo lo que hay que saber sobre vampiros.
Ambas películas generaron una infinita cantidad de secuelas (Dracula’s Daughter, Son of Dracula, The Brides of Dracula, Kiss of the Vampire, Dracula, Prince of Darkness, Dracula Has Risen From the Grave, etc, etc.). La conclusión es que son mejores las películas sobre vampiros que las que tratan de adaptar la novela o retomar los personajes imaginados por Stoker. Así, antes que buscar la fidelidad al libro de Stoker, resulta más gratificante ver Las brujas de Salem (Salem’s Lot, Tobe Hopper, 1978) basada en la novela de Stephen King, La hora del vampiro, la mejor novela vampírica jamás escrita; La hora del espanto (Fright Night, Tom Holland, 1985) y la notable Cuando cae la oscuridad (Near Dark, Kathryn Bigelow, 1987) de la cual hablaremos en el apartado que empieza acá abajo.
Drácula posmo. Quien más, quien menos, todos han pensado que las ofertas de inmortalidad de los vampiros no eran tan obviamente desdeñables. En la época victoriana las cosas eran más sencillas. El conde era representante del Mal y Van Helsing y su bandita, con su cruz, agua bendecida y certificados científicos, los abanderados del Bien y el Progreso, que para la época eran más o menos lo mismo. La promesa de vivir para siempre, sin aflicciones y suctando cuellos es lo suficientemente buena como para pensarlo dos veces a menos que uno crea en esas cosas. Ahora, los tiempos han cambiado y la sola apelación a estar del lado correcto no basta. En el neowestern vampírico Cuando cae la oscuridad —del cual reclamamos su edición en video en cada número de esta revista—, los vampiros son representados como una clase condenada, errante, sin lugar en el mundo, tironeada entre la necesidad de victimizar humanos de noche y una horrenda fotofobia que les hace arder la piel al menor contacto con un fotón (problema seguramente agudizado por el adelgazamiento de la capa de ozono). Como la pandilla salvaje que filmara Peckinpah, los vampiros vagan nómades, desolados y, casi justificadamente, violentos. La capa lustrosa del conde se convierte en jeans gastados y sucios; los prolijos orificios en el cuello, en matanzas horrendas y despiadadas. La oferta es, entonces, limitada. Vampirizarse ya no significa sumergirse en el mundo del Mal (con sus carteles de neón que titilan Inmortalidad y Sexo - Pasen y vean) al que sólo puede resistirse por profundas convicciones. Ahora se trata de rendirse a las fuerzas más primarias del hambre y la sed, de renunciar a la pequeña vida burguesa, el hogar, la familia, el cariño de los cercanos y las realizaciones mínimas a cambio del miedo al sol, el desarraigo y la efímera satisfacción de romperle la crisma al prójimo. ■
(Las traducciones y los números de página de la novela de Bram Stoker corresponden a la versión editada por Bruguera.)
2) Drácula I
Alguna vez un chico de 10 años le reveló al surrealista Max Jacob: “Las películas se hacen con los muertos. Se los saca de la tumba y se los pone a caminar. Eso es el cine”. Tal postulación llevó al éxtasis a quienes, como Jean Epstein, afirmaban estar ante un verdadero “arte espiritista”. Desde esta perspectiva, toda película es de fantasmas y toda seducción del espectador por eso que lo atrapa desde la pantalla posee, en su costado siniestro, algo de vampírica. Los vampiros, esos que no se reflejan en espejo alguno, han permitido sin embargo que su imagen quedara registrada por las cámaras de cine, en una alianza que se abre con el Nosferatu (1922) de Friedrich Wilhelm Murnau, trazando un arco que llega hasta el Drácula de Coppola.
Herencia de sangre. Hay en el film mucho más legado cinematográfico que cita cinéfila. No es necesario haber visto el Nosferatu de Murnau o el Vampyr de Dreyer para impresionarse con las sombras que aquí se ciernen sobre nosotros o cobran vida desligadas de cuerpos visibles. No hay precisamente homenajes, guiños cómplices para unos pocos avisados, sino la apropiación de formas (sobreimpresión, maqueta y teatro de sombras, teatralidad de los decorados y vestuario, composición obsesivamente barroca del plano, las tinieblas y los colores, los reflejos delatores, el raccord formal) de aquellos maestros en una historia actual, presente ante nosotros: Méliés, Grifílth, Murnau, Gance, Dreyer, Cocteau, Kurosawa, no son proceres a citar, sino a la vez maestros y contemporáneos en el arte de narrar mediante imágenes en movimiento. Coppola vampiriza los films de vampiros, no apropiándose de lo representado, sino de la representación, deslizándose como lo hiciera en Apocalypse Now o One from the Heart por la historia de las formas en el cine. No procura dar nuevas vueltas de tuerca a la mitología vampírica, sino que fusiona otras temáticas - el amor trágico de Tristán e Isolda, la Bella y la Bestia— formulando algo que le pertenece: Coppola ha hecho una de vampiros, Drácula ha hecho una de Coppola. Y a casi treinta años de su debut como director, éste sigue firme en su opción: entre un film con pretensiones de alta cultura y una movie, es decir, una película que no tema su condición de querer ser vista por el mayor número de personas, elige lo segundo.
Transilvania-Londres según Coppola. Drácula, en la propuesta coppoliana de formular un cine total, un universo ficcional de una coherencia superior a la de la vida, no presenta fisuras. Si Transilvania en el siglo XV, al comienzo del film, nos deja sin aliento por su fascinación pesadillesca, más allá de cualquier reconstrucción documentalista, Londres en 1897 seduce por su realidad que supera toda intención realista. La era victoriana en su ocaso: jovencitas insatisfechas, gentlemen disputándose sus favores, jardines con estanques, de vegetación morbosa, cercanos a manicomios donde los locos son interrogados por la imperiosa razón de médicos afectos a la experimentación en carne propia y ajena. Decadentismo y espíritu fin de siécle: En las calles, burguesía despreocupada circulando a la par de algún destripador, un lobo suelto y un príncipe rumano afecto a la vida nocturna. Sir Irving y sus interpretaciones de Shakespeare. Sólo falta Stoker, deambulando por Londres, destruido porque su adorado patrón Irving considerara a su novela Drácula - escrita en ese preciso año— como una basura indigna de llevar a escena.
En un momento particularmente revelador de Drácula, el conde concurre con Mina a ese espectáculo de dudoso gusto, el cinematógrafo. Lo que se ve en pantalla es una mezcla de imágenes primitivas con ciertos cuerpos femeninos más cercanos a los que Coppola rodó en los orígenes poco confesados de su carrera. Si en cierta secuencia de El Padrino II —cuando el joven Vito presencia un molo teatral, para descubrir seguidamente la acción de la mano negra que aprieta a sus paisanos en América— muestra Coppola un fragmento de cine primitivo relatando aquella escena a la manera Pathé, aquí la remisión a los orígenes es doble: hace tanto a la llegada del tren Lumiére como a las nudies que filmara en sus tiempos de novato.
La locura y el método. Los Corleone, Kurtz, Tucker, Drácula —y Coppola— son comparables en el modo sistemático con que regulan su desmesura. Drácula, llevado a la locura satánica por su excesiva pasión, convierte a su vampirismo en un estilo de vida (o de no-muerte). Aprende inglés, sueña con Londres y allí se convierte en un dandy aristocrático: melena, noche, ajenjo y sexo a discreción.
Pero el amor lo desbarata.
Su contrincante, Abraham Van Helsing (“doctor en medicina, filosofía y letras, etc.”, según Stoker, o “filósofo metafísico”, al decir coppoliano) —moldeado sobre Jean Marie Charcot, aquel sabio buceadar de territorios desconocidos que fascinara a cierto joven médico vienés llamado Sigmund Freud— es científico a su manera, un médico seducido por la sifilización de la humanidad, tan erudito como aventurero. Pero que reconoce sus límites ante el poder que lo excede, amparándose en la vieja religión, o dejando el asunto en manos de una mujer, ese ser superior.
Como telón de fondo, la técnica optimista de fines del siglo XIX: el cinematógrafo, la máquina de escribir, el fonógrafo, las transfusiones sanguíneas... En su consistencia, el Drácula de Coppola es, tanto como lo fue Apocalypse Now, un film alucinatorio.
Morir de amor. Coppola se ha ocupado de referir una fuente histórica: Vlad Draculea y su concubina perdida. De allí partió para imaginar una trama dolido no unon la leyenda celta de Tristán e Isolda con el relato de la Bella y la Bestia. Variaciones sobre el amor impuesto a contramano de lo físico, desafiando al tiempo y a la muerte. Hay erotismo en Drácula, aunque no guiado por el sexo, sino por ol amor. Las mujeres —Elizabeta, Mina, Lucy o las tres hembras a lo Klimt que habitan el castillo de los Cárpatos— postulan un universo al que ningún hombre puede acceder. El montaje alternado entre el casamiento de Harker con Mina y la posesión bestial de Lucy por Drácula metamorfoseado en lobo muestra al mismo Coppola que en los tres El padrino hace confluir el tiempo de la celebración ritual con el del crimen, aquí ocupado por la vinculación — no menos oscura en un caso que en el otro— de lo masculino y lo femenino.
El amor sobre el horror hace de Coppola’s Dracula un festival de emociones, una cumbre borrascosa donde el viejo vampiro encuentra, por una vez, una buena razón para trascender su eterna condición de patriarca polígamo y convertirse en cruzado de un amor tan sublime como mortífero. Si el Nosferatu de Murnau (y de la remake de Herzog), perversamente deseoso, moría entrampado por el sacrificio de Mina, que lo retenía pegado a su cuello hasta la salida del sol, este Drácula coppoliano se enamora como hombre y en nombre de ese amor se proclama como monstruo. El único final posible y necesario es el de la imiorto final prodigada por Mina/Elizabeta, consumando un pacto de amor sellado siglos atrás. ■
3) La Mina que dio el mal paso por Gustavo Noriega
La versión de Coppola del Drácula de Bram Stoker es, a la vez, fiel e infiel a la novela original. Una nueva lectura que respeta a los viejos personajes pero que descubre en ellos motivaciones que hubieran espantado al recatado escritor inglés.
Es, al mismo tiempo, unu película maravillosa, que pone con pasión al cine en el lugar que se merece: en el de las cosas que hacen que la vida merezca ser vivida.
Paradojas. Todo el mundo sabe que Drácula es un undead, un nosferatu; esto es, un no-muerto, un cadáver que camina y viene a aterrorizar, amenazante, al ruino do los vivos. En la nueva versión, los roles —iguales en la superficie— se invierten. La muerta es la sociedad victoriana que reprime y oculta un mundo bullicioso y desenfrenado de sexo y pasión que espora abrirse paso. El que viene alegremente, con la fuerza de su amor desesperado y centenario, a patear el tablero y poner las cosas en su justo lugar, es nuestro querido y viejo vampiro. Los efectos beneficiosos de su prédica apasionada se verán con toda claridad en Mina Murray.
Una Mina decente. Wilhelmina Murray (Winona Ryder), es la prometida del agente de bienes raíces Jonathan Harkcr (Koanu Roeves). Tiesa y constreñida, se la ve tan tensa como su rodete y como el impecable vestido que la cubre desde el cuello hasta los tobillos. Por dentro, ruge un volcán: hojea con mal disimulado interés una versión de Las mil y una noches llena de grabados eróticos mientras le confiesa a su amiga —la atorranta de Lucy— que con su novio nunca pasó de los besos. Esta chica necesita una buena transfusión.
Entra Drácula. El primer encuentro —propiciado por Drácula, que su presenta como el príncipe Vlad — es un las calles de un bullicioso Londres. El principo lo pide que lo lleve a esa nueva maravilla, el cinematógrafo. Mina se escandaliza: “Si quiere cultura vaya a un museo. Londres está lleno de ellos”, le pontifica al pobre Drácula. Uno piensa que está hablando de Greenaway y, conteniéndose la risa, le dan ganas de que Coppola haya pensado en lo mismo. Pero Vlad no quiere cultura, al menos en la versión que viene acompañada de polvo y telarañas. Carajo, lo que quiere es ir al cine.
Ya no sos mi Wilhelmina. Drácula ama a Mina. Lo viene haciendo desde hace cuatrocientos años. Mina aprenderá a quererlo en unos pocos días. Y el resultado será devastador. La historia que la cuente Coppola; sólo quiero decirles que al fin de la película, Mina será una verdadera loba, con los pelos desparramados y un bruto escote, gritándole al viento de su loco, loco amor; gritándolo en un lenguaje incomprensible que no necesita subtitulado para generar mares de envidia y emoción. Desde que la vieja Scarlett O’Hara prometió a grito pelado reconstruir su feudo que el cine no mostraba a una mujer con tanta sangre y tanta determinación.
Caníbal Helsing. El Dr. Abraham Van Helsing (Anthony Hopkins) —que en la novela y versiones filmicas anteriores es un dechado de virtudes y aburrimiento— es presentado aquí como el otro personaje dotado de fuerza vital. Con barba de varios días, una cicatriz arriba de un ojo que uno supone do una pelea en una taberna y siempre presto a chupar vino y a decir barbaridades, salta con la misma gracia de una conferencia académica a la peor fonda do Londres. Tiene mucho más en común con Drácula —a quien confiesa admirar— que con los tres paquetes que tiene que cargar.
Entre Drácula y El silencio de los inocentes, el gran Anthony Hopkins demuestra que para trabajar grandes personajes, lo mejor es el cine fantástico. Cuando la quiero llevar fácil, extrema su acento británico al servicio do la literatura (La mansión Howard). Plin, caja.
Querido Vlad. Gary Oldman (Sid Vicious en Sid y Nancy, Oswald en JFK, Orton en Susurros en tus oídos, mafioso mugriento en Tiro de gracia y siguen las firmas) ha pasado a ser el nuevo “hombre de las mil caras”, quinientas de las cuales figuran en esta película. Siempre ha compartido con sus personajes una violenta intensidad, un salvaje apetito por la pantalla a la que parece querer devorar como si fuera a retirarse inmediatamente después. Oldman —el joven “hombre viejo”— hará participar a Drácula de esta cualidad y agregándolo un toque de tragedia.
Drácula, el personaje, está desgarrado por una naturaleza dual. Por un lado, como una fiebre primaveral, le viene a decir al Londres Imperial que se saque el miriñaque para sufrir los beneficios de una buena sacudida. Pero no puede dejar de ser el aliado de la muerte, de las fuerzas de las tinieblas, que de allí viene. A su paso, las flores se marchitan en segundos.
Le cambiará la vida a Mina. Le dará vida a Mina. Pero al ser vida, no habrá lugar para él, quo no viene de otro lado que de la muerte.
Coppola. ¿Qué puede hacer un director cuando tiene que adaptar una novela que lleva un siglo de ininterrumpidas ediciones, de la que se han hecho demasiadas versiones filmicas, cuyo argumento nadie ignora? Puede hacer todo. Desde reinterpretar los hechos hasta recuperar en dos horas la alegría del cine, su descomunal fuerza, su formidable impacto cultural. Las sobreimpresiones, los fundidos, los montajes paralelos —quo han terminado convirtiéndose en algo así como su firma—. Y el frenesí del relato que no renuncia a la claridad ni a la información: en una secuencia Lucy y Mina salen al jardín y se desata una tormenta. Bueno, eso no es todo; además Lucy cuenta que eligió a su futuro esposo, llega un barco al puerto, se escapa un lobo del zoológico, los locos enloquecen aun más mientras Renfield anuncia la llegada de su Maestro, el Maestro llega y en forma lobezna vampiriza a Lucy. Es nueosario verla por segunda vez para comprondor quo todo sucedió en un ratito; al cabo del cual se sale casi con magullones, pero no abrumado ni confundido. Uno sale de ver este Drácula y quiere decir, feliz como un chico: “Sí, la pintura está bien, el teatro es bárbaro y los museos son geniales, me encanta ir a lo de Abuela, pero Mamá, por favor, ¡lleváme otra vez al Cine!”. ■
Asterion |
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