Regalo de navidad: la sangre de un poeta por Rodrigo Tarruella
«Porque es cierto, tal como suponen William James, Conan Doyle y los demás, que el espíritu puede perdurar después de la muerte. Puede perdurar por su propia volición. Pero generalmente se trata de la persistencia dañina de una voluntad frustrada que retorna a la vida buscando venganza. Murciélagos, vampiros. Es la horrible historia de la afirmación de la voluntad humana, de la voluntad de amor y de la voluntad de conciencia afirmada contra la muerte misma. El orgullo de la vanidad que suele procurar el CONOCIMIENTO.
Hay espíritus y fantasmas terribles en el aire de América.» (D. H. Lawrence sobre Poe)
Coppola elige un Drácula trágico, operístico y multiforme. Murnau, Cocteau (La Bella y la Bestia) y El fantasma de la Opera, lo influyeron conscientemente, tanto como Méliés, Welles y el Ford de su nombre, Su Drácula es tan a contrapelo y contracorriente de la época como la genial Golpe al corazón, Rumble Fish (La ley de la calle), Jardines de piedra y como lo fue Dos almas en pugna en sus comienzos. Drácula —do lejos, el mejor film exhibido acá el 92— recorre lu historia del cine transmutando sueños soñados por anteriores poetas- artistas-experimentadores y combina —hace chocar— los códigos del catolicismo y la visión romántica. El resultado es desaforadamente bello y fuerte.
Con un pie en cada lado. El maestro siempre tuvo un pie en cada lado. Su fascinación consiste en establecer arcos abarcativos: de la más alta sutileza subjetiva y la apoteosis del “autor” de films, personal y obsesivamente riguroso de sus visiones, al espectáculo masivo y la ñesta familiar, tribal y mágica. De erigirse en el máximo poeta cinematográfico de su tribu —como Ford, sin renegar de su país y su cultura— a contrastarlas, contradecirlas con los avatares de la realidad histórica.
La ambigüedad de la vida asumida dentro de una creencia y un sentido, luchando siempre contra el mentiroso eclecticismo de mercachifles y filisteos (cf. Apocalypse Now y Tucker). Todo Coppola está en la monstruosa soledad de Al Pacino recorriendo en su auto las calles de La Habana y bajando las ventanillas blindadas mientras a su lado los rebeldes se inmolan para trocar la atroz realidad. Ni qué decir de la metáfora de los mafiosos yanquis cortando literalmente la torta cubana, también en El padrino II. En Drácula también aparece este sistema.
Creencias: visiones fuertes. Borges señalaba que casi toda obra perdurable estaba alimentada por las creencias de su autor, que no tenemos por qué compartirlas pero sí tratar de entender de qué se trata. Citaba como ejemplos las poéticas de Whitman, Neruda y Maiakovski. Drácula como Vértigo de Hitchcock es un film ultrarromántico controlado por una visión católica. Los caballos galopan briosamente pero el director lleva las riendas y sabe dónde quiero ir. La narración os clásica poro está recorrida do buscas experimentales, de juegos cinematográficos. En la era de la superficialidad efectista tecno, Coppola vuelve a los orígenes para hacer variaciones sobre ellos, jugar, divertirse, divertirnos, ilusionarnos. “Las primeras películas de la historia creaban efectos a través de la ilusión, no de la alta tecnología que todos quieren usar ahora. Los primeros cineastas, como Georges Méliés, eran magos”. Coppola recrea a Méliés, Murnau, Welles y Ford.
La iconografía del film no sólo remite al cine: la visión romántica —surgida en Europa ante el fracaso de la revolución francesa— recicla a Grandville (el pajarraco que conduce la diligencia de Drácula), Gustave Moreau, Odilon Redon, Arnold Bocklin que ya había inspirado a Willis O’Brien para King Kong, todo el arto simbolista y la presencia constante del albatros Baudelalre. Drácula incluye visiones desaforadamente baudelairianas (el culto a Satán y al vampiro, las mujeres del ángel diabólico, el esplendor do las flores, etc.) canalizadas por un poeta católico de la imagen. Baudelaire es impensable sin la existencia previa de su maestro Poe, americano como Coppola (y también maldito y popular). A diferencia del hipercerebral soñador de Baltimore, Coppola es latino como Baude y no pretende matar lo sensorial. Al contrario, no conozco película de los últimos años que alcance o roce la sensualidad de infinidad de planos y secuencias de este Drácula. Pero además Coppola vivió “el horror” (ver Apocalypse Now) y resucitó. No apuesta al Mal y a la exaltación de la muerte; le da su lugar, que es trágico.
Citizen Coppola. La omnipresencia del mago Welles es constante. Como Orson, Coppola erige su obra acerca de un poderosísimo ego nefasto que encarna el máximo poder y sus contradicciones y lleva en sí el germen de su propia destrucción, que es lo que propaga y pide. Como Welles, Coppola es un poeta-rey en el exilio, con un pie en cada lado. Acá el antihéroe es el mismo Diablo y el máximo vampiro. Pide finalmente su término como Kane, Macbeth, Arkadin o Quinlan. Como Welles, Coppola sabe que para crear hay que experimentar y arriesgarse, también sabe que conviene apostar a lo grande. Drácula está recorrida por ángulos de cámara wellsianos, cortes de montaje de abrupta y feroz, chocante sincronía metafórica (empalmar una cabeza cortada con la del animal a comer en la taberna), utilización de zigzagueante y pseudovacilante cámara descubriendo Londres 1897 —a la manera del falso noticiero con que se abre El ciudadano (“subjetividad” sobre “hechos históricos”)—, y filmar rejas, emblemas y entrada al castillo del vampiro como Welles concibió los acercamientos a Xanadú, la mansión de Charles Foster Kane. Ya FFC había hecho esto en Golpe al corazón, equiparando el frente-letrero de un casino de Las Vegas con Xanadú, mediante prodigios de grúa.
Kurtz, Corleone, Drácula. Personajes de cima, poderosos y mortíferos, cumbres de lo trágico destinados a su destrucción. Antihéroes anacrónicos en conflicto con el Tiempo, rebelados contra el orden que los engendró, excesos de sus códigos, encapados de control, el destino temporal trágico de convertirse en monstruos. Más allá del principio del placer y de la cultura humana entramos en los territorios y castillos de la Muerte. A diferencia de la obra del católico asmático Scorsese, que sigue los avatares de un solitario personaje, Coppola hace chocar familias, grupos, despliega una objetividad arbitraria creíble a fuerza de su propia convicción artística, ética, religiosa, etc., mostrando los acercamientos y distancias entre la metafísica y la historia. Sus peleas y reuniones. Es el único cineasta contemporáneo que puede recrear historia y leyenda (ver El padrino, Apocalypse, Rip Van Winkle, Drácula). Metafísica e Historia, Historia y leyenda, más “con un pie en cada lado”. Kurtz deberá ser exterminado por Willard (Martin Sheen) y Drácula por su amada Mina (sublime Winona) para que la vida continúe. El Renfield de Tom Waits, enloquecido vocero del Maestro, cumple la misma función del demente fotógrafo hippie de Apocalypse (Dennis Hopper). Ambos “anunciantes” son además celebridades “más que actores”. El Drácula coppoliano se debe más a toda la obra de su autor que a comparaciones con géneros, novelas u otros Dracs. Su sangre es coppoliana. Se la bebe. Este D. es también fordiano hasta la médula. Para muestras, el personaje del Dr. Van Helsing señalando que para combatir el Mal no hay que hacerlo con el estómago vacío y la persecución final de la diligencia draculiana filmada como un western. El genio de Coppola también consiste en darle el papel de “médico metafísico” y exterminador de vampiros a Hopkins, que venía de aterrorizar con su antipontífice maligno del Caníbal Lecter (El silencio de los inocentes).
En cambio, nuestro querido Waits —ya uno más de la familia Coppola— desluce en la gajería de Renfields, ante el recuerdo de Dwight Frye, especialista en dementes durante los 30 y comedor de moscas fundacional (con Tod Browning el 31). “El piano ha estado bebiendo, no yo.”
Por motivos de espacio quedan un montón de ítems pendientes a desarrollar en otra ocasión. Es como el juego de la oca. Algunos básicos: el drenaje de la cultura hacia el arte popular (cine), la herencia de Corman, las formas que Drácula adopta (bestiario de la multiplicidad del vampiro; lo conceptual por sobre lo literal), la vuelta de la aventura, la impugnación del positivismo tecno-científico por medio del cine, la magia, el arte (ilusionismo) y la combinación catolicismo-tragedia-romanticismo (Drácula en Londres 1897, un “fin de siglo” con similitudes con el presente; es más, siempre se metaforiza desde el presente), etc.
Dos nombres a destacar en esta obra maestra: la música del polaco Kilar, belleza cercana a Bernard Herrmann y los aportes del comic: gran parte de lo que ocurre fue diseñado por Jim Steranko, un talentoso historietista frecuentador de superhéroes. Cierro con palabras del anacrónico contracorriente: “La historia filmada tiene que ser como la historia escrita, algo que la gente recuerde con gusto y quiera volver a ver al cabo de los años. Eso es lo que yo pretendo con mi cine: forjar memoria". ■
(sólo para cinéfilos)
Count Dracula (por Genzoman) |
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