lunes, 9 de enero de 2012

Drácula no debe volver de la tumba

Artículo de Mario Pérez Colman (revista El Mundo)
Bucarest. El domin­go último eligieron gobierno los rumanos y por ser día de votación han de haber resultado más inha­llables que nunca el vodka Drácula; el vino Vampiro, de subido color escarlata, y la palinca Vlad, bebida tradicional hecha por destilación de frutas fermentadas, que alcanza los 80º de graduación alcohólica. ¡El primer trago es como una tarascada en la garganta!
Cualquier otro día el forastero buscará inútilmente esas bebidas por los almacenes de Bucarest. Pero más tarde descubrirá, inesperadamente, que todas se venden en los free shops de Ostopeni, el aeropuerto internacional. No podrá hacer la compra quien pretenda pagar en dólares con un billete dañado, aunque fuere mínimamente en un borde. Será un mal trago partir sin poder llevarse unos licores tan pintorescos. Pero ni siquiera los hoteles internacionales, que son una novedad social e ideológica en un país que fue comunista, aceptan dólares más o menos averiados.
Cabe suponer que fue minuciosamente revisado el billete de un dólar que pagó cierto inversor extranjero por una fábrica estatal de maquinaria pesada, cuando empezaron hace 10 años las privatizaciones en la Rumania poscomunista. El comprador -que luego hizo negocio vendiendo a terceros el activo físico de su adquisición- había ofertado saldar la formidable deuda deficitaria de la empresa y pagar por añadidura aquel dólar. ¡Uno solo! En la emergencia, el gobierno aceptó. Ha de haber sido irresistible la tentación de examinar a fondo, ostensiblemente, aquel irrisorio y simbólico billete para exacerbar hasta el delirio la veta surrealista de la compraventa.
En su determinación de hacer de Rumania un país industrializado donde la ocupación fuese plena, el dictador comunista Nicolás Ceaucescu había instalado fábricas concebidas como pequeñas ciudades, cuyas dotaciones fácilmente se componían de 15.000 personas. Pero, al cabo, la tecnología se volvió obsoleta y la variada producción industrial fue perdiendo mercados externos. Hasta la refinación de petróleo proveniente de terceros países se enfrentó con serios problemas como consecuencia de la política mundial de Rusia. El pleno empleo rumano comenzó entonces a sostenerse a costa de un déficit progresivo de las empresas estatales.
Derrocado el comunismo, la economía liberal que sucedió a la economía dirigista fue sentando sus reales, pero quizá con demasiada lentitud en procura de que el proceso de transformación causara el menor perjuicio posible al pueblo rumano. Consecuentemente, la etapa de las privatizaciones llegó demorada y los grandes déficit acumulados hasta entonces determinaron ventas a precios irrisorios, como aquél de un dólar.
Volviendo sobre el pequeño drama aeroportuario de la compra frustrada de bebidas, éste acontece, como es natural, a la salida de Rumania, cuando el final feliz de una discusión por la validez de un billete es improbable.
Raro sería que a la entrada el forastero que visita el país por primera vez estuviera al tanto del horror local a los dólares polutos y supiese, además, de la existencia de aquellas bebidas que constituyen casi todo el escaso merchandising nacional del rumano más popular del orbe: Drácula o Vlad Drácula III o Vlad Tepes o Vlad el Empalador, como se quiera llamarlo.
Vulgarmente, el resto del mundo identifica a ese personaje histórico del siglo XV con el vampiro de la novela de Bram Stoker, el conde de ojos enramados, atractivo villano de numerosas películas, siempre sediento de sangre -en especial si mana de la yugular de una mujer bonita- y siempre macilento a causa de sus calavereadas de criatura nocturna, de moroi (muerto vivo) al que únicamente se puede matar con cualquiera de media docena de artimañas. La menos conocida consiste en aprovecharse de su compulsiva afición a las semillas de amapola, arrojándolas de a puñados a su paso para que la luz mortífera del día lo sorprenda empeñado en recogerlas y comérselas. El más célebre de los trucos para despachar a un moroi es el de la estaca de pino o de fresno, que debe ser clavada en su helado corazón de monstruo.
"Patrañas", dice un rumano, y agrega: "Vlad era quien clavaba estacas y no precisamente en el corazón". En efecto, Tepes, palabra que se pronuncia Chepesh y significa empalador, es el apodo más vulgar del Drácula histórico. Drácula es también un apelativo. Significa "hijo de Dracul". Y Dracul, que antaño significaba dragón y más tarde designó al diablo quizá por la relación iconográfica entre el diablo y el dragón, era, a la vez, un título honorífico.
El padre del Drácula histórico, Vlad Dracul -príncipe que murió apaleado como consecuencia de una conspiración boyarda- pertenecía a la orden del Dragón (Dracul), dedicada a combatir a los turcos otomanos. Su hijo, en quien está inspirado el vampiro de Stoker, heredó el título y el compromiso de la orden.
Pero el título de Drácula ya no correspondió a los hijos del controvertido héroe nacional rumano. Uno de ellos, también llamado Vlad como su padre y su abuelo, fue apodado Tepelus, diminutivo del Tepes paterno; es decir, se lo conoció como Vlad el Empaladorcito. La historia no aclara si el diminutivo obedecía al hecho de que el hijo empalaba menos que el padre -el Drácula histórico empaló a decenas de miles de sus enemigos- o sencillamente a su condición de astilla de aquel terrible palo, lo cual parece más plausible.
Si bien las atrocidades del Drácula verdadero eran moneda corriente en la justicia del siglo XV, la discrecionalidad y la prodigalidad con que él las perpetró lo situaron a la cabeza de los hombres crueles de su época. No solo mandó empalar; en ocasiones ordenó hervir a sus enemigos y mutilar a las mujeres que avivaban su sensible cólera.
El terror ha de haber sido la herramienta que el Drácula histórico encontró más idónea -y afín con sus inclinaciones- para implantar desde Valaquia, su principado, una autoridad nacional centralizada como la que ejercían los sultanes, sus enemigos naturales en la guerra librada por el Occidente cristiano contra el Oriente musulmán. Ese centralismo le daba al Reino Otomano una apreciable ventaja operativa sobre las potencias cristianas, organizadas con menos éxito sobre la base del feudalismo y del vasallaje.
El Drácula histórico había entendido bien cuál era entonces el talón de Aquiles de Occidente, y pretendía corregir esa debilidad en un país que, bajo su mando, fue a veces una frontera ambigua entre el cristianismo y el islamismo, pero, esencialmente y a fin de cuentas, la punta de lanza que Occidente oponía al avance musulmán. Los rumanos de hoy sugieren que podrían volver a cumplir ese mismo servicio.
Mucho mortifica a los rumanos que afuera se tome al Drácula histórico por un vampiro. Algunos ven que esa identificación peca de liviandad tanto como la que afectaba a toda la nación cuando su comunismo era tenido por el más crudo de Europa. Empeñados en poner las cosas que atañen al Drácula histórico y al comunismo rumano en los términos que consideran verdaderos, señalan que ese Drácula no era un "chupasangre de opereta romántica", sino un voivoda (señor de la guerra) y un patriota nacionalista. Y por otro lado, argumentan que si Ceaucescu fue el cruel autócrata que tuvo bien merecido el paredón en Navidad (la de 1989), también supo ser un comunista amigo de Occidente. ¿Acaso no declaró en 1966 que el futuro de su país estaría determinado por el interés nacional y por una total independencia? ¿No honró en numerosas ocasiones lo declarado? ¿No se opuso a la invasión de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia? ¿No mandó ejecutar al general Ion Serb por pasar información militar rumana a Rusia? ¿No consiguió que Estados Unidos le diese a Rumania el status de nación más favorecida en el intercambio comercial? ¿No criticó duramente la intervención soviética en Afganistán? ¿No fue condecorado por Isabel II de Inglaterra...?
Ceaucescu se encargó, además, de enjugar las sanguinolentas manos del Drácula histórico en 1978, durante una charla con periodistas norteamericanos en Washington. Describió al Empalador como "fiero guerrero de la libertad, y dirigente bueno y tolerante con su pueblo". ¡Demasiado maquillaje!
Ese mismo año, Ceaucescu cumplió 60 y fue comparado con el Drácula histórico en algunos discursos encomiásticos. Tales comparaciones bien podían considerarse peligrosamente zalameras.
En esos años, también el periodismo -al que ahora se le critica sotto voce no tener una deontología para el uso de su novedosa libertad- cantó loas al Empalador. Pero ya derrumbados a tiros el tirano y su régimen comunista, los rumanos arrumbaron la figura histórica de Drácula. No obstante, la levantan y agitan si acaso precisan oponerla a la otra, a la literaria del besador hematófago imaginado por el irlandés Stoker.
La curiosidad de los extranjeros por el Drácula de la ficción se les antoja a los rumanos algo así como un intento banal de abrir el féretro de un vampiro para echarle un vistazo... a Rumania. Les resulta difícil digerir el hecho de que la figura de la ficción novelesca y cinematográfica sea vulgarmente considerada lo más interesante de un país que ha dado al mundo al dramaturgo Eugene Ionesco, al filósofo de las religiones Mircea Elíade, al renovador de la escultórica moderna Constantin Brancusi, al poeta nacional Mijail Eminescu, a Nadia Comaneci, ya en el terreno de las proezas físicas, y aun a la moldava María Cantacucena -después Madame Puvis de Chavannes-, cuyo bello rostro inspiró el de la imagen de la Protectora de París, Santa Genoveva, si es verdad lo que afirma en uno de sus libros otra rumana célebre, la princesa Bibesco.
Frustra a los rumanos que el brillo de tales nombres resulte opacado por la fama mundial y popular de un mítico vampiro. Las abominaciones del Drácula novelesco serían percibidas por ellos como una especie de embarazosa alegoría de la Rumania roja de Ceaucescu, de inoportuna memoria cuando quieren verse aceptados por la Comunidad Europea, conquista que prevén para 2007. En ese empeño intentan arrojar una última y definitiva palada a la fosa donde han puesto su pasado nazi y su pasado comunista.
De su experiencia comunista, a menudo dicen los rumanos que, "a fin de cuentas, nos fue impuesta por la ocupación rusa" como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. De su pasado nazi, arranca un episodio histórico que se diría marcado por la estirpe draculiana.
A poco de ser distinguido con la Orden del Dragón por Segismundo, emperador del Sacro Imperio Romano, Vlad Dracul, príncipe de Valaquia, duque de Transilvania, de Almas y de Fagaras, y padre del Empalador que cautivó la imaginación de Bram Stoker, perpetró su primera bellaquería política: firmó una alianza con el sultán Murad II, que a la sazón había aplastado a serbios y a búlgaros, calculaba un golpe definitivo contra los griegos y parecía hallarse a un paso de roer el hueso representado por los húngaros. Dracul no quiso estar con los vencidos y dio una oportuna prueba de simpatía a los otomanos, tomando prisionero a un regente de Hungría, Juan Hunyadi, cuando éste pretendía hallar refugio junto a él para escapar de las huestes del sultán que acababan de vencerlo en la batalla de Warna. Su hijo, el Drácula histórico, nacido hacia 1431 en Sighisoara, ciudad transilvana fortificada donde se conserva su casa natal, habría de ser a su turno prisionero del rey húngaro Matías Corvino -hijo de Hunyadi- durante la friolera de 12 años, a causa de haber conspirado en perjuicio de Hungría con el sultán Mehmed II y también, probablemente, por haber actuado contra el monopolio comercial de los influyentes sajones de Transilvania, una región que estuvo 1000 años en poder de Hungría hasta que los rumanos -quienes la consideran ancestralmente propia- consiguieron por fin obtenerla tras la Primera Guerra Mundial.
El Drácula histórico cambió de bando en repetidas ocasiones, según necesitara resistir las presiones húngaras con ayuda de los turcos o las presiones turcas con ayuda de los húngaros, unas y otras demasiado fuertes para que su país las soportara sin necesidad de saltar alternativamente de una lealtad geopolítica a otra. Bandazos como aquellos protagonizados por el Drácula histórico y su padre, también los ha habido en el presente siglo. Rumania se alineó con la Alemania de Hitler en contra de los aliados y, poco más tarde, aunque tal vez con afinidad aun menos auténtica, combatió a los alemanes nazis codo a codo con los comunistas rusos.
El Drácula histórico no sólo cambió de bando en más de una oportunidad (a veces por razones de Estado y otras por cuestiones más bien venales), sino que también cometió apostasía. Nació en la fe cristiana ortodoxa -la fe de Rumania-, se convirtió al islamismo durante una larga estada bajo la férula de Murad II, de quien fue rehén para garantizar la fidelidad de su padre a los otomanos y, ¡qué remedio!, también se vio en la necesidad política de abrazar la fe católica en el acto de abrazar conyugalmente a una hermana de Matías Corvino, el mismo rey húngaro que lo mantuvo largamente preso. Esa unión matrimonial, que no fue la única legal entre algunas otras ilegales, le significó recobrar el trono principesco de Valaquia, circunstancialmente perdido en una de las tantas vueltas y revueltas de su vida.
El Drácula histórico tampoco se limitó a blandir la espada contra húngaros, alemanes y turcos. Cuando su poder fue disputado por los boyardos valacos, no se privó de arrojarse junto con los turcos sobre sus propios compatriotas, doblegándolos a sangre y fuego, y tomando a saco sus bienes. En ocasiones como ésa, a su orden se formaban bosques de estacas donde ululaban los empalados, en tanto los incendios coloreaban apropiadamente el espectáculo.
En resumidas cuentas, aquel Drácula no les resulta a los rumanos mucho más presentable que el Drácula novelesco, y dan la impresión de preferir un discreto olvido para los dos. Dígaseles que el Drácula héroe de su historia nacional, campeón de la cristiandad en la lucha contra el turco otomano, merecería siquiera un retrato en cualquiera de los billetes del leu, la moneda del país. Contestarán que otros personajes históricos, mucho más importantes que el Empalador, no lo tienen tampoco.
Al pie del castillo Bran, que responde aproximadamente a la descripción que Bram Stoker hace de la morada del vampiro y donde el Drácula auténtico fue alguna vez huésped del regente Juan Hunyadi, se venden variadas artesanías rumanas, y, entre éstas, muñecos y tallas que representan al Empalador. Son objetos grotescos y cómicos, razón por la cual es posible suponer que hay en su hechura un toque despectivo.
De todos modos, no es mucho lo que pueden hacer los rumanos a fin de abrogar la representación nacional con que se inviste inopinadamente el vampiro de Stoker. Como si la criatura literaria hubiese terminado por tomar posesión de la figura histórica, el país lleva, quiera que no, una pátina de su misterio novelesco. Se advierte en el aura enigmática de los gitanos -servidores de Drácula en la novela- que recorren Rumania en astrosos carromatos cuya forma sugiere la de un tosco ataúd . También se nota en los bosques umbríos donde abundan el sanguinario oso pardo y los grandes murciélagos que los campesinos temen porque su mordida puede contagiar la rabia. Y hay bastante de esa misma pátina en la llamativa belleza de las mujeres rumanas, mórbidas al estilo de las actrices que acompañan en su entretenida bóveda a Christopher Lee, el Drácula de las terroríficas películas del sello Hammer. Las rumanas tienen, en efecto, aire de vampiresas, pero las adorna, por añadidura, el simpático atractivo de no estar vampirizadas.
"Las francesas -filosofa de sobremesa un rumano que admira los frutos de Francia como todos los rumanos- no son nada del otro mundo, pero saben vestirse tan bien que consiguen verse encantadoras. ¡Si las nuestras pudieran arreglarse así...!" La pátina de misterio se extiende aun más. Por las noches, la elegante y romántica Bucarest aúlla a la luna llena con la voz de medio millón de perros cimarrones, sombra de los lobos que el Drácula novelesco domina a su antojo y a los cuales el Drácula histórico se parece por temperamento. Son flacos canes sin amo, que vagan en absoluta libertad por calles y paseos, y suelen seguir silenciosamente a los caminantes. Parecen ofrecerles su compañía, pedirles la adopción; pero a veces han mordido, y, en alguna ocasión, matado. "Ande con un paraguas o un palo en la mano, y no se le acercarán", aconsejan los bucarestinos al forastero. También le recomiendan dar "una voz fuerte, enérgica, un grito de amenaza", expediente que los repelería.
La gente ampara de toda acción violenta a esos perros vagabundos y puede verse que se apiada de ellos cuanto puede: uno de sólo tres patas duerme -en horario de vampiro- bajo el último sol de la tarde; la cuarta extremidad le ha sido amputada limpiamente, a la altura del codo, sin duda por alguien con pericia quirúrgica. No hay explicación del todo satisfactoria acerca del origen de la perrada de Bucarest, pero una, parcial aunque insoslayable, sería el empobrecimiento general operado a partir de la caída del tiránico régimen de Ceaucescu, que llevó a la gente del común a desprenderse de sus perros porque significaban otra boca que alimentar. La mayoría de los rumanos gana algo menos que el equivalente a 100 dólares mensuales. Con esa cantidad no se puede hacer gran cosa en un medio donde el desempleo es del 12 por ciento y la inflación, el año último, del 54,8 por ciento.
Durante el comunismo hubo sueldos para todo el mundo, aunque la contraprestación fuera de dudosa utilidad. Si bien distaban de ser espléndidos, aquéllos eran sueldos seguros y se sumaban varios en cada familia. En la actualidad se observa un remedo bastante misterioso de la pasada situación de pleno empleo donde cobraban todos, no sólo el que trabajaba, sino también el que holgaba en su trabajo porque era un supernumerario. En efecto, es normal que si se llama al pintor, al plomero, al gasista, el convocado llegue en compañía de media docena de personas dedicadas a deambular por la casa sin propósito evidente, mientras que el patrón del oficio es el único de la troupe que hace el trabajo.
En ciertas estructuras gubernamentales, cuyo tamaño estaba justificado en la época comunista, se ha preferido sostener el nivel de empleo a ultranza. Uno de esos casos es el de los servicios de inteligencia, un resorte del Estado que parece haber sufrido un incalculable perjuicio estructural.
Cuando se desmoronó el régimen de Ceaucescu, la infiltración desde terceros países por las fronteras rumanas, entonces repentinamente expeditas, habría sido tan fácil como enorme el consecuente daño a la seguridad nacional: quienes aprovecharon aquellas circunstancias para penetrar en Rumania, no salieron de allí sin antes haber armado prolijamente sus nidos de espías.
La resistencia de Ceaucescu a la perestroika y al glasnost, cuya práctica le reclamó inútilmente Gorbachov, resultó fatídica. Hoy, puestos a la tarea de integrarse con Occidente, con méritos que incluyen la triplicación de las reservas en divisas del Banco Central y la disminución de la deuda externa -deben sólo 8000 millones de dólares-, llevándola a un 24 por ciento del PBI, los rumanos protestan que no tienen nada que ocultar a los ojos del mundo democrático. Algunos aseguran que, de cualquier manera, serían imposibles los ocultamientos debido al colapso del contraespionaje.
Se estima que el Drácula histórico también tuvo a su servicio una maquinaria de espionaje bien aceitada que, al fallarle una sola vez, le causó un daño definitivo. A manos del sultán Mehmed II -artífice militar de la caída de Constantinopla-, llegó en 1477 la cabeza del desinformado Empalador, precariamente conservada en miel dentro de una botija. Durante una batalla contra los turcos librada ese año, el Drácula histórico habría sido asesinado a traición por sicarios de los boyardos valacos.
Aquél y éstos se adeudaron mútuamente numerosas cuentas. Pero las del voivoda fueron mucho más abultadas: para vengar el fatal apaleamiento de su padre y la muerte por enterramiento de su hermano favorito, Mircea, había empalado o condenado a morir cumpliendo trabajos forzados a cuanto boyardo quiso inculpar. Aquellos a los que hizo sus esclavos, murieron en la empresa de construir para él un castillo en Transilvania, sobre la orilla más escarpada del río Arges, empleando en la obra los restos de otro castillo, el de Poenari, levantado a su turno sobre las ruinas de la antigua fortaleza de Decidava.< Del castillo de Drácula nada queda, excepto esas referencias que pueden serle de utilidad a un viajero. Y en cuanto a los restos del castellano -es decir, lo que restó de Drácula sin cabeza-, fueron sepultados en la iglesia del convento insular de Snagov, bajo un piso de losas sobre el cual pasan los monjes infinidad de veces al día. Existe la creencia de que el ir y venir de hombres santos sobre una sepultura consigue finalmente desembarazar de sus faltas, por espantosas que fueren, al pecador sepultado. "El Empalador no será perdonado hasta que las sandalias de los monjes hayan convertido en polvo las losas de la tumba", opina un rumano, igual que otros muchos de este siglo. "Pero Alá es misericordioso", dirían, acaso, los turcos otomanos del siglo XV, que tuvieron, en ocasiones, al Empalador por aliado. Y los cristianos de esa misma época, aun con mayor razón que los musulmanes, harían también otra protesta de esperanza en la infinita misericordia divina, porque, en definitiva, ellos contaban a Drácula entre sus campeones de la fe.






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