Pero sin sangre
Por Hugo Salas
Sarah Michelle Gellar posee una de esas fisonomías clásicas dentro de la industria del entretenimiento, la de “chica estadounidense de acá a la vuelta”, que bisturí mediante le permitirá atravesar toda su vida con el mismo rostro, al precio de haber ostentado, desde los 20 o edad más temprana, cara, gestos y modismos de una tía piola de 50 (al estilo, por ejemplo, de ese extraño híbrido entre adolescente y cabaretera que supo ser Britney). Su extraño aire de familia, tan cercano al estándar de la reina de belleza de pueblo, hizo de ella la actriz ideal para encarnar a Buffy, en la serie que le puso su sello a la televisión de fin de siglo.
Paródica, irónica, autorreferencial, metanarrativa, Buffy la cazavampiros representó el extremo de una ficción que pensó que nunca más podría tomarse en serio a sí misma, el cierre de una concepción del relato que muchas veces, en el medio, llevó inconfundible la marca de Aaron Spelling (Dinastía, Melrose Place), pero que no tardó en traducirse a otros ámbitos. Esto explica, quizá, por qué Buffy llegó a ser un fenómeno de culto entre la grey intelectual, con una intensidad que anticipó la que ha tenido el interés por Lost en los últimos años: era el epígono de una época que creyó que el futuro sería ultrapop o no sería, convencida de que sólo en la más exacerbada trivialidad era posible formular alguna pregunta (paródica, desde ya) sobre el sentido y el propósito de la vida. Y esa concepción, tan burbujeante como trágica en su desencanto, tenía un rostro acertadamente banal, previsible, vulgar: el de Sarah Michelle Gellar, de quien se hubiese jurado que nunca sería capaz de tomarse en serio a sí misma.Grave error. Después de Juegos sexuales, aquel curioso producto que vertía la trama de Las relaciones peligrosas a un sistema de relaciones entre jóvenes ricos de Manhattan (antecedente directo de Gossip Girl), la vieja joven actriz viene haciendo todo lo posible por ser tomada en serio, más que en serio, con una seriedad tan apabullante que les helaría la sangre a aquellos vampiros de los ‘90. Si para muestra basta un botón, este mes la cartelera trae dos, ni más ni menos que dos estrenos protagonizados por ella con menos de una semana de diferencia, donde puede verse su clara pretensión de convertirse en la sucesora modosa, aburrida, recalcitrante y notoriamente conservadora de Melisa Gilbert.
Poca ironía encontrarán sus fans, por ejemplo, en Verónica decide morir, una adaptación de la conocida novela de Paulo Coelho de marcada fidelidad al original, donde Buffy, luego de un intento de suicidio fallido, descubre el secreto de la vida en un hospital psiquiátrico gracias a los métodos “no convencionales” de algo que se parece mucho más al pastor Stamateas que a un profesional de la salud. Más notorio aún es el vuelco de Sarita en Personalidad múltiple, película de suspenso “a la vieja usanza” con más cabos sueltos y detalles arbitrarios que un tapiz elaborado por niños de salita de cinco. ¿Por qué? Pues porque la película es un verdadero desastre y sólo una actuación paródica, que tomase cierta distancia, podría haberla salvado. Muy por el contrario, Gellar no sólo se abstiene de jugar incluso con la ligereza de las viejas actrices clásicas, sino que compone un personaje melodramático aborrecible. A diferencia de Buffy, una reflexión sobre la imposibilidad de tomarse al mundo contemporáneo en serio, se trata en ambos casos de mujeres que no han sabido reconocer a tiempo que tenían una buena vida, no han sabido valorarla, y encuentran a lo largo de la trama, por los medios que fuera, la tan ansiada lección de vida, un mensaje moral. Sea el producto de un cambio en el espíritu de la época o tan sólo un intento desesperado de Gellar por convertirse en una actriz “seria”, aquel personaje superior a ella, el de porrista cazavampiros, se revuelve en su tumba.
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